Podemos utilizar el lenguaje que ustedes quieran. Podemos «dulcificar» o edulcorar a las víctimas con un relato tendencioso. Podemos incluso caer en la tentación de ponernos en la piel de los culpables. Podemos, y a veces nos ponemos, exquisitos con la normativa jurídica, y olvidamos el sufrimiento de las mujeres.

Algo está muy podrido. Aunque tenemos la generación de jóvenes más preparados y educados en la tolerancia, un sinfín de maltratos, violaciones, faltas de respeto y asesinatos pueblan nuestras ciudades. Y esta violencia se ejecuta cuando más se supone que cuidamos el lenguaje, más cuidadosos somos con la paridad y más estamos legislando para la protección de la mujer. ¿Qué ocurre entonces?

No es la hiper sexualización de la sociedad. Esa es quizás una causa, pero no el efecto. Lo que a mi entender ocurre es una pérdida brutal de los valores consistentes que hace que la sociedad no respete y no venere a los niños, a las mujeres y a los ancianos. Y ese cambio de paradigma hace posible que un pardal se enchufe pastillas, o droga, para ponerse todo «maqueao» en el gimnasio de barrio y después descerraje dos tiros a una pobre chica. Porque ese concepto de las relaciones como «propiedad» es fruto de una sociedad volcada en el puro hedonismo y en la propiedad material de la persona. Al final, es la misma materialidad que adjudica a unas zapatillas de marca con la experiencia del noviazgo. Es el hecho de poder poseer, y tirar. O matar.

Algo está enfermizo en esta sociedad que promueve unos valores democráticos desde pequeño y observa atónita como los adolescentes de hoy en día emplean las mayores de las violencias contra sus parejas. Y ese «poderío» machista no va a ser sólo controlado por la ley, que también, sino por una profunda revisión de los valores familiares y sociales que queremos compartir.

Si cada vez vemos más agresiones a los maestros y los padres son cómplices, a veces hasta partícipes de esas situaciones, no podemos quedarnos inertes. La participación de los padres en la educación de los hijos pasa por no permitir ni un milímetro de violencia en las aulas. Y pasa por un respeto reverencial a los que dedican su vida a preparar a nuestros hijos. La violencia en las aulas es sinónimo de sociedad maltrecha. El respeto absoluto a nuestros formadores es garantía de buen camino.

Que una manada de hijos de la gran chingada viole a una chica y el discurso colectivo circule en torno a si fue consentido o no, es también, sinónimo de sociedad enferma. La chica tiene explícitamente que consentir cualquier relación. ¿Es tan difícil explicar esto? ¿O tenemos que dar un curso de Barrio Sésamo para explicar lo que quiere decir «sí» y «no»? O «dentro» o «fuera» de mi vida.

Todos los maltratadores sois unos cerdos. Y me gustaría enchufaros todo el sufrimiento que causáis. Porque la violencia es la mayor de las desgracias humanas. Nunca es justificable excepto en defensa propia. Y cuando es ejercida para el «control» de la vida de otra persona es repugnante. Cuando el mero hecho sexual se convierte en una patología de eliminar la personalidad del ser humano víctima, el personaje se convierte en un depredador.

Todos los cerdos del mundo deben ser perseguidos. Porque por cada marrano que dejemos suelto, o toleremos su chulería, una nueva víctima será enterrada. Porque habrá unos niños sufriendo por la muerte de su madre. Y porque cada vez que buscamos justificación o amparamos «pequeños» maltratos a las mujeres incrementamos el riesgo de muerte de muchas.

Solo tienen ustedes que pensar en ellas. Y en sus hijos. El maltrato a las mujeres y a sus hijos es una enfermedad social curable. Nos va a costar mucho. Porque cada vez que luchemos contra alguno de estos cerdos, debemos ser rigurosos. Nada justifica que un hombre golpee o maltrate psicológicamente a una mujer. No son maltratadores, ni violadores. Son una combinación de cerdos y alimañas. Y así los trataremos para que no se les olvide que las mujeres y los niños son intocables. Y que no se le olvide a nadie. Por favor.