Se acerca la Navidad. De hecho hoy queda justo un mes para Nochebuena y, tanto en las tiendas del centro y de los barrios y pedanías de Elche, como en sus grandes superficies comerciales, ya se barrunta esa orgía consumista que este año se presume mayor, si cabe, gracias a la recuperación económica; recuperación que, siendo ya un hecho en cuanto a magnitudes macroeconómicas, parece ser que, por fortuna aunque de forma paulatina, se está reflejando en las cifras de empleo y en términos de consumo de las familias españolas.

Esta vorágine de compras, luces parpadeantes adquiridas en los «chinos», lotería con recargo de tres euros o compartida con los compañeros, villancicos americanos y buenos deseos, más o menos sinceros, han eclipsado lo que algunos, creyentes o no, habían venido en llamar, acaso de forma un poco cursi, «el espíritu de la Navidad».

Ese espíritu, que en inglés se dice «ghost», igual que fantasma, me trae a la memoria la que quizás sea la obra más conocida del escritor inglés Charles Dickens: A Christmas Carol (Un cuento de Navidad), publicada por vez primera en 1843. Un cuento de Navidad fue el libro más vendido de la Navidad de 1843; sólo en ese período se vendieron seis mil ejemplares, y su popularidad no decayó con la llegada del nuevo año. Baste decir que, a los dos meses de su aparición, los teatros ingleses ya incluían en sus programaciones ocho adaptaciones del libro.

Hoy en día, transcurridos casi doscientos años desde que Dickens alumbrara este magnífico relato, Un cuento de Navidad sigue gozando de la misma popularidad. Charles Dickens, a través de la voz de Scrooge, continúa conminándonos a honrar el espíritu de la Navidad y mantenerlo todo el año.

No en vano, Dickens, además de un gran escritor fue una persona comprometida con los problemas sociales de su tiempo. Una de sus mayores preocupaciones era que los niños necesitados se vieran abocados al crimen y al delito para poder sobrevivir. El escritor, como algunos de sus coetáneos, opinaba que sólo una correcta educación podría proporcionar una vida mejor a estos niños.

Por ese motivo, Charles Dickens colaboró en el movimiento que se denominó las Ragged Schools. Dicho movimiento, que surgió en el Reino Unido en la década de 1840, consistía en una serie de escuelas de caridad que proporcionaba, a los niños que lo precisaran, una educación completamente gratuita, además de comida, vestido, alquiler y otros servicios básicos para aquellos que no pudieran obtenerlos de otra forma.

En la mayoría de los casos, estas escuelas se establecían en los barrios pobres y de clase trabajadora que surgían en unas ciudades que, con el rápido avance de la Revolución Industrial, crecían de una forma desmesurada en la Inglaterra Victoriana.

Sin embargo, la labor de las Ragged Schools, encomiable y beneficiosa para la sociedad en principio, también tuvo sus detractores; de hecho, algunos las consideraban el trabajo de cristianos tendenciosos cuyo objetivo no era otro que reprimir el desarrollo del paganismo de unas masas urbanas, en potencia incontrolables. Los que eran de esta opinión, creían que Lord Shaftesbury, el fundador de las Ragged Schools, podía haberlas concebido como un bastión contra la secularización y la radicalización de la clase obrera.

En cualquier caso, la investigación de los historiadores ha demostrado que la labor de las personas que se dedicaban a educar a estos niños era totalmente altruista y desinteresada; es más, no sólo no se trataba de un intento de adoctrinamiento de la clase media y alta sobre la clase trabajadora, sino que incluso una gran mayoría de los profesores voluntarios provenían de esa misma clase trabajadora.

Adoctrinamiento. Qué fea palabra. Perdonen que la utilice. Me siento como si estuviera profiriendo un improperio. Pero resulta que el término se ha puesto de moda en los últimos días, pues, como consecuencia de la situación en Cataluña, muchos dicen que los profesores adoctrinan a los niños, y que se deberían establecer unos mecanismos de control más férreos para que eso no pueda llegar a ocurrir.

No voy a entrar a discutir lo que haya ocurrido en Cataluña, porque ya hay suficientes comentaristas, tertulianos, y algunos bocazas, opinando, como suelen hacer, sobre cuestiones que les son totalmente ajenas y sobre las que no disponen de datos objetivos; lo que sí está claro es que en esa región ha habido una quiebra total del respeto por las normas básicas del estado de derecho y que algunos, con conocimiento de causa, como ha hecho recientemente un inspector de educación, han denunciado que esos males provienen o, al menos tienen su reflejo, en la escuela.

Otra cuestión muy diferente es generalizar, afirmando gratuitamente y con una gran dosis de injusticia y de irresponsabilidad que los profesores adoctrinan. Dejando a un lado el caso catalán, por sus propias peculiaridades y por puro aburrimiento, yo puedo asegurar que en las aulas de la Comunidad Valenciana y de Elche no se adoctrina a los niños; y lo hago por conocimiento directo de la realidad educativa y por una cuestión epistemológica: un profesor no puede adoctrinar. Sería otra cosa, pero no un profesor.

No obstante, si llegado el caso, algún progenitor tuviera la más mínima sospecha de que un docente está incurriendo en un comportamiento de este tipo, lo que debe hacer es denunciarlo por los cauces establecidos. Los mecanismos de control que existen son suficientes. Sólo con aplicar la ley, pero toda la ley, en estos casos y en otros similares es más que suficiente; pedir modificaciones legislativas al albur de acontecimientos concretos y en época electoral es demagogia y populismo.