Nos hemos desayunado los últimos días con que Barcelona no ha podido repetir el éxito de los Juegos Olímpicos del 92 y ha caído en primera votación para que fuera la sede de la Agencia Europea del Medicamento de la Unión tras el «Brexit» inglés.

Que una candidata como Barcelona, que hace unos meses era la previsible destinataria de su nueva ubicación se haya convertido en un fiasco por razones ajenas a la calidad del emplazamiento reconocida de forma unánime por los expertos, tiene lecturas políticas que a nadie se le escapan. Toda España ha perdido, y unos bastantes más que otros, y no sólo prestigio.

Buena parte del personal que hubiera podido venir son científicos, biólogos y químicos, además de médicos, veterinarios, informáticos y expertos en logística. Toda la industria vinculada a la AEM, cerca de 1.500 empresas satélites que han rodeado a la agencia en su sede en Londres desde que se instaló en 1992, pertenecen al ámbito científico o tecnológico.

Cuando estudios independientes predicen una avance sombrío del paro en Cataluña por razones del «procés» y que puede llegar al 30% de la población activa, esta noticia se convierte en un enterramiento prematuro e imprevisto de muchas ilusiones, todas ellas ligadas a la mejora económica de los cercanos. Estamos hablando de que tras la fuga de casi 2.700 empresas, entre ellas todas las del IBEX 35, se frena la inversión extranjera en el territorio, y hasta aquellas que entraban en todas las quinielas como nuevas arrendatarias del mítico edificio de Barcelona, la torre Agbar, han hecho como los protagonistas de la película de Woody Allen, Take the money and run, pillar la pasta y huir, o recuperando la versión española del fundador de los Jesuitas, Ignacio de Loyola, «en tiempos de tribulación no hacer mudanzas».

Alicante, desde hace varios días, está gobernada por 6 concejales, todos ellos del PSOE, a cuyo frente se encuentra el alcalde, Gabriel Echávarri, con una oposición de 23 miembros. Dicho de otro modo, el 26,07% enarbola la vara de mando frente a la más que numerosa oposición, cuando aún resta año y medio hasta las próximas elecciones locales.

Los años me han convertido en persona menos visceral, más reflexiva, y hoy voy a hacer caso a mi dron blanco de la guarda y poner en suspensión de empleo a Mefistófeles; he decidido dar comienzo a propósito de enmienda en mi permanente crítica al alcalde enterrando mi hacha de guerra particular con el firme propósito de no tener que excavar para recuperarla, a pesar de que siempre he tenido en mi mesilla de noche la máxima de que uno sólo cambia en lo accesorio, nunca en lo fundamental.

Claro está que hay «un quid pro quo» en mi aparente entrega de armas, y mucho tiene que ver con los desastres económicos descritos en este suelto sobre la situación en Cataluña, y se centran sólo en un único objetivo, que Ikea se instale en la capital. El hecho de que el alcalde haya cedido varias concejalías le otorga un tiempo precioso para ocuparse de los temas que verdaderamente importan a los ciudadanos, e Ikea es uno de ellos.

Bien sé que no es un tema fácil, el comercio local tiene mucho que decir al respecto, sobre todo si Ikea se implanta exigiendo que, a su alrededor, haya locales de negocio incompatibles con la escasa vida que le queda al pequeño comerciante en el centro de la ciudad, nada fácil es buscar un asentamiento que no provoque interminables filas de coches atascados vertiendo CO2 a este planeta, que no se generen plusvalías obscenas en los terrenos , facilitar lugares para la industria auxiliar que esta empresa genera, buscando el consenso con la oposición, y un largo etcétera. Difícil equilibrio, y ahí es donde tiene que usar la cintura de la que se enorgullece, partiendo de cero, sin líneas rojas, negociando, cediendo, en la búsqueda de unos cuantos, muchos, puestos de trabajo que generaría la construcción y posterior apertura, por no hablar del prestigio que alimentaría nuestra autoestima como ciudad.

Si lo consigue, sería señal que ha desaparecido la tribulación y ya es tiempo de hacer mudanzas. Ikea a Alicante.