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Desde Rusia sin amor

Escribo pensando en las dificultades de conocer los hechos a través de declaraciones políticas interesadas. El caso extremo sería lo de Rusia si nos atenemos a las del presidente Trump reconociendo la participación rusa en las elecciones estadounidenses de hace un año, negándola después dándole la razón a Putin y acabando en el punto de partida, o sea, reconociéndola. Jeff Session, fiscal general, ha dado seis versiones diferentes al respecto. Otros afirman, categóricamente, que sí que ha habido relación Trump-Rusia mientras otros afirman que «tal vez» la ha habido. Algo semejante parece suceder con la participación rusa en la campaña del referéndum catalán que podría extenderse a la actual campaña electoral de cara al 21-D.

Cuando se consideran las declaraciones al respecto, uno se da cuenta de que depende de a quién beneficie el asunto: si me beneficia, creeré una cosa; si me perjudica, supondré otra. Hay, pues, muchas posibilidades frente a hechos a los que me estoy refiriendo.

La primera y más evidente, es que sean casos (ambos) ciertos. Cabe preguntarse entonces por qué se han producido. El caso catalán podría tener dos motivaciones que no se excluyen: aportar justificaciones para las andanzas rusas en Crimea y debilitar todavía más a la renqueante Unión Europea que, además, ya tiene sospechas (insisto: sospechas) de participación rusa en la campaña del «Brexit» y en las sucesivas elecciones alemanas. Debilitar al «enemigo» mediante noticias falsas difundidas masivamente en las redes sociales podría haber sido también una motivación activa en el caso estadounidense. Se trataría, con todos los respetos para los entusiastas de estas nuevas tecnologías, de su uso en una nueva forma de guerra, la ciberguerra (que incluye también la piratería y el bloqueo de ordenadores importantes para el «enemigo»).

Pero supongamos que no son ciertas esas sospechas. ¿Qué puede ser entonces? Pues lo primero que viene a la mente es una maniobra distractiva por parte de los afectados por esa intervención, sea el gobierno de Madrid o el de Barcelona. En política se usa más de lo que se cree mientras se está dispuesto a pagar precios relativamente altos con tal de apartar la atención de asuntos todavía más complicados y, sobre todo, que afectan a los intereses de los que deciden, es decir, políticos en activo y sus grupos de estudios

Los informes de estos últimos no necesariamente responden a los hechos, pudiendo estar redactados para legitimar las tomas de posición o las decisiones de «la parte contratante». Además, siendo la realidad tan compleja (y más en estos campos internacionales, incluso más complicados que los locales), es fácil hacerlo respetando cuidadosamente los hechos: basta elegir los que encajan y desechar los que no convienen. Al fin y al cabo, hablar con secesionistas y unionistas es hablar con dos formas de elegir datos y presentarlos de una manera relativamente coherente como para ser creídos y convertirse en legitimación de actitudes previas y sus comportamientos consiguientes.

Otra posibilidad es que se trate de encontrar un chivo expiatorio sobre el que cargar todas (o gran parte de) las culpas por lo sucedido. Es un mecanismo que también puede suponerse: se trata de una de las formas que hay para conseguir una mayor cohesión entre partidarios, a saber, la de ofrecerles una explicación sencilla y clara que evite la «funesta manía de pensar». Mucho mejor si, en lugar de esta cabeza de turco, lo que se hace es presentar un enemigo externo: la cohesión del propio grupo está asegurada, sobre todo si todavía perviven inercias derivadas de la Guerra Fría, cuando todo estaba tan claro y todos sabíamos con quién estábamos y contra quién.

Estos extremos posibles (desde la constatación -si es que pudiera producirse- a la manipulación) se aplican también al instrumento que se habría utilizado para tal propósito. No es difícil enhebrar un argumento que «pruebe» la bondad intrínseca de esas tecnologías y su papel en la democratización de sociedades elitistas como las nuestras al permitir que cualquier «anónimo» suelte su bufido. Pero también, como hacía en portada The Economist de hace unas semanas, llamar la atención sobre la amenaza para esa democracia que suponen esos nuevos instrumentos de comunicación. Entre una y otra posibilidad, la constatación de la debilidad de Estados, «naciones» o empresas (estas últimas tienden a negarlo, obviamente) hechas vulnerables precisamente por lo que se suponía iba a fortalecerlas. No hace falta que sean rusos que se entretienen con esos juegos ni siquiera estar a sueldo del Kremlin y sus ambiciones internacionales. Convendría algo más de «duda metódica».

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