Ahora resulta que cuando el presidente Rajoy recuerda al todavía president Puigdemont y a su govern que vivimos en un Estado de derecho, o cuando, en su día, se le recuerda a Martín Lutero que no puede cuestionar a una Iglesia que garantiza el perdón a los que contemplan reliquias y a los que compran indulgencias papales para reducir la estancia en el Purgatorio, o cuando un director escolar o jefe de estudios recuerda a un profesor sus obligaciones según la legislación vigente, o cuando un encargado de una fábrica le llama la atención a un operario por llegar tarde todos los días, o cuando un padre recuerda a sus vástagos que hay que cumplir la normativa doméstica para que el hogar no se convierta en un caos, todos se rebelan. ¡Arreglados vamos!

Unos salen huyendo a Bélgica, otros lo interpretan como signos de autoritarismo, acoso o dictadura -«facha» es un piropo que suele recibir el que toma decisiones drásticas-, a otros les entra depresión o estrés laboral, y a los pequeños de esta historia les da por patalear o coger rabietas. En pocas palabras, uno deja de ser colega y se convierte en enemigo simplemente por ponerse en su sitio. ¡Pues estamos arreglados!

Los anteriores son simplemente unos ejemplos; seguro que a ustedes se les ocurren muchos más que vendrían muy bien al caso: en su lugar de trabajo, en las asociaciones culturales o deportivas, en su comunidad de vecinos, en la cooperativa agrícola, etcétera, es decir, allí donde alguien representa y ejerce una autoridad y está «por encima» de otros, por decirlo de una manera gráfica. El cumplimiento de las obligaciones y el acatamiento a una superioridad resultan una pesada carga para muchos, sobre todo para aquellos que les cuesta entrar en vereda, y no es extraño que con frecuencia surjan conflictos en los ámbitos citados.

En muchos casos, quienes ejercen la autoridad en este relato, se arman de paciencia y, por supuesto, han de ejercer la tolerancia sin olvidar las reglas del juego. Ante un problema, una cosa es la tolerancia y otra bien distinta es mirar al cielo y ver cómo pasan las nubes, hacerse el sordo, no querer saber nada y dejar que el tiempo lo cure todos. Quien ejerce un mando ha de tomar decisiones que a veces no resultan agradables para nadie, no porque se subvierta el principio de autoridad, sino con el fin de garantizar la convivencia y por respeto sagrado a la norma: llámese Constitución, doctrina, legislación de cualquier índole o estatutos de una comunidad de vecinos. La norma es temporal, cambia con el paso del tiempo. ¡Cuantas cosas han cambiado desde que éramos niños! ¿Quién se acuerda hoy de la Ley de Principios Fundamentales del Movimiento? (Las leyes del movimiento de Newton son otra cosa). ¿Quién se acuerda de las bulas que vendía el cura párroco y que te permitían comer carne en Cuaresma a quien las compraba? «Jesus, las cosas que hemos visto», que diría un personaje shakespeariano.

Esto no quiere decir que todas las órdenes sean justas y acertadas. Algunas tienen su razón de ser en un momento dado. A veces nos cuesta entender muchas decisiones y actos. A mi, no se me olvida, por ejemplo, la imagen de Pablo II, hoy santo, echando una reprimenda al sacerdote y poeta nicaragüense Ernesto Cardenal por defender la teología de la liberación a principios de los años ochenta. Un rapapolvo en público a un sacerdote arrodillado en un gesto de sumisión. Inolvidable. Ni tampoco me olvido de la actitud de Lutero, «el peor de los herejes» -reivindicado ahora por el papa Francisco-, que hace quinientos años lo puso todo patas arriba en la Iglesia católica tradicional. Amenazo, pues, con una ración de luteranismo en las próximas semanas porque el terremoto que desencadenó con la Reforma protestante, cuya efemérides ha pasado desapercibida con tanto desafío y delirio independentista catalán, se lo merece.