Un reciente estudio sociológico encargado por la Generalitat de Cataluña -antes de la intervención del Estado vía art. 155- y realizado por la CEO (Centro de Estudios de Opinión, disponible en Internet) arroja unos resultados que, no por el hecho de confirmar anteriores estudios y ajustarse a lo que, intuitivamente, cualquiera podría constatar, dejan de ser significativos en el contexto actual.

Resulta que la parte de la sociedad catalana que apoya la independencia se refiere a personas con niveles de renta elevados, algo más de la mitad de los funcionarios, y personas que han recibido una mejor educación. Los contrarios a la independencia se cuentan entre quienes tienen salarios más bajos, personas sin empleo o con empleos precarios, que viven con dificultades y tienen peor formación. Otros índices del citado estudio, que confirman los conocidos tiempo atrás, dividen a unos a otros según se tengan los ocho apellidos catalanes, hayan nacido en Cataluña de padres foráneos, o hayan nacido fuera y residan allí.

Se podría inferir, siguiendo un criterio elitista, que dado que la parte mejor formada, con mayores recursos, es también la más sabia para decidir políticamente, se debería desembarazar de quienes no alcanzan tales niveles de excelencia y pedigrí. Si para algunos puede ser discutible el debate teórico sobre si es de derechas o de izquierdas defender el secesionismo, lo cierto es que los sectores sociales que apoyan la secesión son, para simplificar, los ricos con pedigrí, y los que no la apoyan los pobres sin ancestros presentables.

Nada de esto puede extrañar si nos atenemos a las convulsiones que recorren el mundo y que han puesto a la orden del día lo que se ha denominado la revolución de los ricos. Tales sujetos ya no se conforman con que sean las estructuras las que gobiernen, con ellos al resguardo, sino que han decidido hacerlo en primera persona, como, entre otros, Donald Trump pone de manifiesto. Si a ello se suma que los ricos se envuelven en la bandera nacional y prometen objetivos de ensueño, ya tenemos el coctel perfecto. Las concomitancias del caso Cataluña con otros similares que se dan en Europa, con gran alarma entre las gentes corrientes con sentido común, son bastante ilustrativas como para pasar desapercibidas, desde la «secesión» de Gran Bretaña, a los movimientos independentistas que se promueven con parecidas señas de identidad en Bélgica, Italia, Polonia, etc.

Fuerzas que se llaman de izquierdas y que apoyan la revolución de los ricos deberían de hacérselo ver. Tal vez estén abducidos y cegados por una propaganda que antepone el fet nacional a cualquier otra consideración y que tiene a bien presentar a los «pobres» ricos como seres humillados y violentados que no tienen otra salida que rebelarse contra un Estado opresor. Y aunque la realidad demuestra que la secesión es una gran falacia, un deseo psicológico que solo puede agravar la situación de los sectores subalternos catalanes, complicando sus vidas, no se arredran en su deseo narcisista y pretenden llegar a la meta aunque por el camino el sufrimiento de los pobres se acentúe.

La confusa partida que juegan las CUP y los comunes (que de tal denominación tienen muy poco) tiene probablemente muy poco de mensaje de izquierda, a no ser la ensoñación rancia de que de esta forma ponen en jaque a las estructuras del Estado y, a lo mejor, se hace la revolución, aunque, hasta ahora, lo más que han conseguido es reforzar a las derechas de todos los ámbitos, posiblemente, hasta los restos.

Con todo, es cierto que el secesionismo reticente, potenciado con las listas que ayer se presentaron y con el nuevo mantra falsario de que la huida de sus anteriores gobernantes -y el espectacular fiasco organizado- era una manera de defender al «pueblo catalán» de la violencia armada del Estado con sus tanques y todo, y la imagen de la sangre derramada por las calles, plantea un problema político que hay que abordar. Sólo estaremos en condiciones de hacerlo si las huestes independentistas, en lugar de hurgar y restregarse en objetos imposibles, se aviene a presentarse a dialogar en el único lugar posible, que es la Comisión parlamentaria establecida al efecto. Y si esa izquierda desorientada y montaraz se da cuenta de que quedará muy mal si no deja de someterse a los dictados de sus patrones.