Charles Louis de Secondat, barón de Montesquieu, ha pasado a la posteridad como el artífice de la teoría de la separación de poderes, una atribución inmerecida, ya que muchas de las ideas del pensador francés plasmadas en El espíritu de las leyes fueron tomadas de los textos clásicos sobre el asunto, especialmente de Polibio, además de Platón y Aristóteles, entre otros.

Polibio consideraba el sistema republicano romano como una constitución mixta, compartida entre las magistraturas, el senado y las asambleas populares, cuyos poderes correspondían a la monarquía, a la aristocracia y a la democracia, respectivamente, y se limitaban entre sí para alcanzar un delicado equilibrio. Solo el poder frena al poder, escribió.

El barón de Montesquieu, reconocido hispanófobo, tildado de «petimetre» por algún intelectual español, con merecido y atinado galicismo, escudriñó la Antigüedad y «se apoderó de su espíritu», tal como él mismo reconoce en el prefacio de su célebre obra.

A Puigdemont, recientemente designado barón de «Junts per Catalunya», le cabe un mérito análogo al del pensador francés, pero de signo contrario, por haber pretendido, con declaraciones insidiosas, poner en entredicho la separación de poderes en España, cuestionar la independencia del poder judicial y denunciar el «juicio político» al que se ve sometido. Las acusaciones de Puigdemont, encaminadas únicamente a socavar los pilares del estado de derecho, son falsas. La confusión de poderes a que alude y el riesgo para sus derechos fundamentales solo caben en el imaginario del expresidente, pero dañan gravemente la imagen de España en el exterior.

La magistrada Lamela ha acordado la búsqueda y captura y el ingreso en prisión de Puigdemont. A partir de ahora asistiremos, a buen seguro, a una dilación artificial del proceso de tramitación de la euroorden, promovida por el abogado, para retrasar su entrega a la justicia española. Por el camino quedan las ominosas preguntas sobre el sistema penitenciario español formuladas por la fiscalía belga, supuestamente para disipar las dudas que la defensa del prófugo haya podido sembrar en el juez belga.

El propio Puigdemont, separado del cargo, se ha convertido en el máximo exponente de la separación de poderes. Su fuga evidencia la veracidad de este aserto.

El incesante expresidente estaba decidido a instaurar en Cataluña una suerte de régimen autoritario con el sometimiento de todos los poderes al poder ejecutivo. Así lo atestigua su anuencia y la del Parlament a la Ley de transitoriedad jurídica y fundacional de la república catalana que consagraba la supremacía del poder ejecutivo sobre los demás, incluido el judicial, y establecía la amnistía por delitos relacionados con el independentismo.

El uso y abuso de la palabra democracia como coartada de las ilegalidades cometidas, denota una concepción autoritaria del poder muy alejada de aquella.

Ahora Puigdemont no reclama justicia sino impunidad.

No obstante, es de justicia reconocer al expresidente el mérito de inventar una nueva condición de ciudadano, la del prófugo subvencionado; un estatus jurídico novedoso que marca el camino a quienes en similares circunstancias decidan fugarse para eludir la acción de la justicia, y lo hagan, supuestamente, a expensas del erario público. Así, la contradicción en que incurre el estado español, seguramente ignorante de ello, resulta delirante, porque le permite ser al mismo tiempo estado represor y financiador de la aventura flamenca.

Como remedio a la deriva secesionista de Puigdemont, en aras de la unidad y para evitar la dispersión, sería aconsejable incorporar a su apellido el apelativo del Barón francés. A veces la coincidencia nominal revela también ciertas concomitancias en el pensamiento. Además, como el destino es caprichoso, y no digamos la homonimia, resulta encantadora la simbiosis de ambos, condensada en un nombre prometedor, paradigma futuro de la distribución armónica de los poderes públicos: Puigdemontesquieu.