Vivían felizmente, como tantos otros matrimonios en el mundo, hasta que la guerra estalló con toda su crueldad y convirtió su ciudad en un infierno del que tuvieron que escapar para salvar su vida y la de sus dos hijos. Ahmad, el padre, había conseguido una plaza como profesor de Física en la Facultad de Ingeniería Civil de la Universidad de Alepo, en Siria, manteniendo relaciones muy cordiales con académicos de otros países. Su mujer, Houda, cuidaba de la casa y de los pequeños Fátima, de siete años, y Mazen, de tres, a los que les gustaba ir a la escuela y hacer los deberes con el padre por la tarde, cuando regresaba de la universidad.

Pero la vida es caprichosa y cambia los destinos de las personas de un día para otro. De manera que en julio de 2012 los combates que sabían se estaban produciendo en algunos lugares del país llegaron hasta su localidad, Alepo, y en pocos días la ciudad más importante de Siria, con un hermoso casco antiguo, Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, se convirtió en un campo de batalla, con bombardeos, escombros y los temidos barriles bomba lanzados desde helicópteros, con su carga de muerte indiscriminada.

Durante los primeros meses resistieron temerosos, viendo el avance de las tropas rebeldes del frente islámico, pero a medida que los combates se intensificaban y los milicianos de Al-Nusra tomaban la ciudad e imponían la Sharia más rigorista, empezaron a asustarse porque sabían de detenciones y fusilamientos. Ahmad y Houda eran buenos musulmanes, pero con una mentalidad tolerante y con buenos amigos entre profesores europeos, lo que les convertía en sospechosos. De manera que en 2014, cuando la guerra se recrudecía y los asesinatos de conocidos se multiplicaban, escaparon de Alepo por Turquía, pagando a un conocido traficante de personas con todos sus ahorros.

La familia llegó hasta el pueblo de Antalaya, donde estuvieron varias semanas escondidos en un establo, para finalmente viajar de nuevo hasta Godrum, en la costa turca. Allí, de noche, se juntaron con otras muchas personas que apiñadas ocupaban unas frágiles barcas neumáticas con las que, les decían, llegarían hasta Grecia, la tierra prometida en una Europa llena de lujos y prosperidad. Y para darles más tranquilidad, a todos les entregaron unos chalecos anaranjados muy pesados que les dijeron les mantendrían a flote en caso de naufragio, pero que finalmente se convirtieron en el lastre que llevó a muchos hasta la muerte.

Durante el viaje rezaban y las madres abrazaban a sus hijos, muchos bebés, mientras el miedo y el frío se apoderaban de todos ellos a medida que la barca sobrecargada cortaba la oscuridad de la noche. Pero pronto supieron que las cosas no iban bien porque la embarcación se llenaba de agua y el motor se paraba continuamente, provocando angustia y terror, acabando por hacer zozobrar la precaria nave. Rápidamente el agua gélida se llenó con los cuerpos de decenas de personas que daban brazadas desesperadas para no hundirse, empujados por el peso de unos engañosos chalecos que absorbían el agua como esponjas y les arrastraban hasta el fondo.

Ahmad despertó sobre una camilla, en un campamento de refugiados en Moira, en la isla de Lesbos, atendido por personal de una ONG. No tardó en recuperarse del naufragio, aunque nunca se podrá recuperar del ahogamiento de su mujer y sus dos hijos, del que se culpará toda su vida.

La pena y el dolor que le acompañaban le hizo caminar sin rumbo por aquel campamento de refugiados, tardando en darse cuenta de que estaba encerrado entre alambres de púas con otras tres mil personas más, en medio de un paisaje de miseria, barro, excrementos y abandono. Al principio dormía a la intemperie, junto al grupo de los sirios, sin otra ocupación que deambular por el campo con la vana esperanza de encontrar a su mujer. Doce meses tardó en poder hablar con un funcionario para que le registraran su solicitud de asilo y en ese tiempo, aprendió a conocer toda la inhumanidad en la que vivían. En la parte superior de un cerro estaban los paquistaníes, rodeados de barro y basura, quemando todo lo que ardía. A una cierta distancia se situaban los afganos, con cientos de niños chapoteando entre el barro, algunos de ellos casi desnudos. Poco a poco empezaron a llegar contenedores metálicos donde alojaban a familias, siendo visto con envidia por el resto de refugiados, aunque al costado se habían instalado unos aseos semidescubiertos que desprendían un hedor insoportable, dejando escapar siempre un reguero de aguas negras.

Es verdad que desde que Ahmad llegó, hace tres años, las condiciones del campamento han mejorado mucho, pero nunca pensó que en Europa podrían tener a miles de personas que piden protección escapando de una muerte segura, en estas condiciones, como animales confinados entre alambres de púas y sin saber lo que será de ellos.

A día de hoy, Ahmad sigue sin saber nada de su solicitud de asilo, al igual que decenas de miles de refugiados que malviven en los campamentos de Grecia. Y sin embargo, pensamos que el problema se ha solucionado, como si se hubiera evaporado.