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Oído, visto, leído

El pasado se va y el futuro se impone

El cambio del tiempo, la esperada rutina de la llegada de algo parecido al frío, sirve para hacer balance de las cosas que ya no tenemos y que alguien nos ha arrebatado vilmente. Las uvas ya no tienen pepitas, no somos capaces de memorizar ningún teléfono, ya no fumamos en los disco-bares, no sabemos que fue de Los hombres de Harrelson. El pasado se va y el futuro se nos impone sin pedirnos opinión, imperceptible en el día a día pero tenaz y odioso como la gota que horada la roca.

Bowie nos abandonó, Sabina ya no es el mismo, y para ver una película en el cine tenemos que ir a un centro comercial. Ya no se hacen discos, pero accedemos a millones de canciones disueltas en la red. No hay oficinas de reclamación, pero nos llaman tres tele-operadoras al día para vendernos no sé qué. Gracias a una pulserita de color fucsia sé cuántas calorías voy a consumir en este artículo, a cuántas pulsaciones lo estoy escribiendo, qué grado de humedad hace, si va a llover mañana en Berlín, y cuál ha sido el último twitter de Trump.

Todos los días tenemos que adaptarnos a nuevos paradigmas, enfrentarnos a entornos hostiles, salir de nuestra confort-zone, proponer disrupciones, hacer listas con objetivos a cumplir, metabolizar hasta el tuétano el cambio (el otro día lo intenté: en vez de traje y corbata, me puse una camisa de flores y me calé un sombrerito de ala ancha; en vez de media tostada con café, pedí pastitas de jengibre con té rojo; también contraté a una coach, me compré una gafas con montura roja, hice una receta de El comidista; y reuní a mi equipo de trabajo y les hablé -con mi camisa de florecitas, mi sombrero y mis gafas de montura roja- de la imprescindible diversificación de nuestros productos, de la necesaria monetización de nuestro negocio, de la digitalización de los métodos y los procesos en la empresa, de su reinvención obligada como trabajadores hiperconectados. Lo dije todo muy serio y de corrido, pero lo único que conseguí es que al día siguiente todos aparecieran con camisa de flores, y con sombrero?).

Hoy nada es para siempre, todo es fugaz, hasta Catherine Z. Jones parece que envejece mal, y las películas de Woody Allen ya no hacen gracia. El otro día le contaba a mi hijo que yo a su edad escribía cartas de amor, y me preguntó que qué era el amor. Y yo qué sé, hijo, y yo qué sé, le respondí, con la cabeza gacha. Buscamos certidumbres y nos perdemos en minucias, ansiamos seguridad y navegamos a la deriva en el océano de la red, saltando de un sitio a otro como pollos sin cabeza. Como dice la canción de Los Panchos: «perdidos/ sin rumbo/ en el lodo/ si tú me dices ven/ lo dejo todo... («¿Los Panchos? ¿Y quiénes son Los Panchos, papá? Tú estás muy raro?»).

Con lo bien que se está sentado en un café, viendo pasar la gente, tranquilito, aburriéndote, y con tu dosis de certezas y rutinas diarias: Aznar metiendo mucho miedo a los niños, Ana Blanco presentando el telediario de la 1, Pérez Reverte soltando tacos y en plan bizarro, la reforma siempre pendiente del Senado, Alicante y sus oportunidades perdidas, Miguel Bosé sacando otro refrito con éxitos de hace treinta (o cuarenta?) años, Italia clasificándose de potra para otra fase final de un Mundial que luego incluso podrá ganar?. uy, perdón, que esto último va a ser que no: otra costumbre arrebatada, maldita sea. El pasado no sirve, el futuro ya está aquí y el presente nos cae encima de repente, espectral y terrorífico, y no tenemos otra que hacerle frente, como podamos, a manotazos, a prueba y error, a susto o muerte, a papel o tijera. Que os sea leve, ragazzi, os echaremos de menos?

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