Según pasan los días vamos conociendo nuevos datos que aclaran la mentira que el expresidente de la Generalitat y sus exconsellers articularon sobre la base de que una hipotética Cataluña independiente hubiese supuesto la panacea para la sociedad catalana desde un punto de vista económico y del ejercicio de las libertades. Porque en realidad los grandes beneficiados de la causa independentista han sido únicamente todos aquellos que durante años han vivido del cuento de la lechera secesionista, según el cual, una vez liberados del Estado español opresor los catalanes nadarían en la abundancia económica ya que, por fin, tendrían que dejar de pagar por pertenecer a España. Años en los que los centenares de seleccionados integrantes de decenas de asociaciones al servicio de la independencia que se crearon gracias al dinero público de la Generalitat se pegaron la gran vida horadando las relaciones entre Cataluña y el resto de comunidades autónomas así como entre catalanes, creando falsas doctrinas supremacistas por las que lo catalán era superior a lo castellano que, a fin de cuentas, es propio, según los independentistas, de países con bajo nivel de desarrollo económico y social.

Resulta desconcertante el silencio que se ha instalado en los aproximados dos millones de ciudadanos que acudieron a votar el ilegal referéndum organizado por los exresponsables de la Generalitat toda vez que, en lo últimos días, diferentes voces de Junts pel Sí y la CUP han admitido que detrás del llamado «procés» en realidad no sólo no se había preparado el Estado alternativo que en teoría debía haber sustituido a las instituciones estatales si no que ni siquiera se tenía la menor idea de cómo hacerlo. Bien es cierto que para constatar esta ausencia de plan no había que ser un lumbreras del Derecho o un sesudo politólogo, bastaba con escuchar o leer las declaraciones que hacían los responsables del proceso independentista para darse cuenta de su escasa formación política, cultural e intelectual. Lo extraño es que dos millones de catalanes hayan podido creer y seguir a personajes surgidos del entramado de relaciones personales y de entidades pro independentistas subvencionadas por la Generalitat que se han ido creando a lo largo de los últimos treinta años ya que, si hay alguien que tendría que haber conocido los orígenes de los pertenecientes a las segundas y terceras filas del independentismo catalán son, precisamente, aquellos con los que se han relacionado durante todos esos años.

Y aunque es cierto que la catarata de declaraciones de los principales protagonistas del fracaso independentista admitiendo la precariedad del procés en su ámbito real y práctico responden en realidad a un desesperado intento por desviar la atención sobre ellos mismos como responsables del embrollo organizado y, al mismo tiempo, un intento por evitar el ingreso en prisión por orden judicial, la aplastante realidad es imposible de ocultar y la ausencia de un plan organizativo y de gestión para la administración y la economía catalana que debería haberse puesto en marcha después de proclamarse la República catalana puede suponer un punto de inflexión para la credibilidad puertas adentro del independentismo catalán.

Especialmente bochornosa está siendo la actitud de la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, en su intento de situarse de perfil ante el problema político más importante de España de los últimos cuarenta años. Es en las situaciones difíciles cuando cada uno demuestra de qué pasta está hecho y Colau en su intento de quedar bien con todos y en pretender hacer un discurso buenista ha demostrado que su escasa formación política le está pasando factura. Del activismo social al ejercicio de la política hay un paso más grande del que Colau pensaba y con su pretendido olvido de su deber de garantizar la aplicación de la Constitución en el ámbito administrativo que dirige ha conseguido ningunearse a sí misma. La mala imagen que Barcelona ha proyectado al exterior en las última semanas no ha sido contrarrestada ni siquiera de manera mínima. Pretender ocultar el hecho de que más de dos mil empresas de Cataluña han decidido cambiar su razón social (y fiscal en algunos casos) a otras regiones españolas o que el número de reservas hoteleras se encuentra en un franco retroceso provoca una profundización de los problemas. La técnica del avestruz sirve de poco.

Queda demostrado por tanto la necesidad de una reforma constitucional que termine de una vez por todas con las veleidades independentistas de un sector minoritario de la población catalana si nos atenemos a las últimas elecciones celebradas en Cataluña en las que los votos totales emitidos a favor de los partidos proindependencia no consiguieron superar el 50% del escrutinio. Urge, por tanto, que las cuatro principales fuerzas políticas de ámbito estatal dejen atrás sus diferencias, asuman su papel histórico y aprueben un modelo territorial lo más parecido a un sistema federal que termine de manera definitiva con las tensiones territoriales provocadas por el 5% de la población española. No se puede dejar como herencia para las próximas generaciones la solución de un problemas que, hoy por hoy, parece enquistado en nuestra sociedad.