Hasta el pasado jueves, el día nueve de noviembre estaba sentimental e indisolublemente unido al ramito de violetas, la encantadora canción de la malograda Cecilia. No absolveremos al magistrado del Tribunal Supremo, Pablo Llarena Conde, de la responsabilidad de haber fijado ese día la comparecencia de la Mesa del Parlamento de Cataluña, mudando en judicial una jornada poética y evocadora. Los años venideros recordarán el aniversario del acatamiento constitucional de la otrora independentista Carme Forcadell en detrimento del ramito de violetas. Otro símbolo del secesionismo arrumbado ante la suprema autoridad judicial.

La mencionada comparecencia derivó en un acto de contrición de los querellados y en la narración fabulosa de lo acontecido en las sesiones parlamentarias, paradigma de la vulneración reiterada y consciente de la legalidad, tal vez con la esperanza de que las medidas cautelares, primero, y el fallo, después, fueran también algo simbólico.

En efecto, la propia asistencia de los investigados a la citación judicial, la supeditación al artículo 155 de la Constitución, la renuncia a las actividades fuera del marco constitucional y el propósito de enmienda, dulcificaron las medidas cautelares adoptadas por el magistrado Llarena.

«Ni un paso atrás», decía la irredenta Forcadell, en plena efervescencia secesionista. Ahora ha tenido que retractarse de forma harto humillante. Nada más patético que verse en la obligación de ir contra los propios actos, en su caso escenificados, pública y continuadamente dentro y fuera del Parlamento catalán.

Según revela el auto del magistrado, los querellados admitían atribuir al Parlament una soberanía superior a la derivada de la autonomía, si bien se excusaban en un pretendido pacto con el Estado. Nada más lejos de la realidad, pues el orden constitucional no admitía semejante acuerdo, el propio Tribunal Constitucional se había pronunciado repetidamente en contra de lo actuado en el Parlamento y la confianza en que la independencia pudiera prosperar por la senda legal era una quimera, según reconoce Llarena.

No obstante, la presidenta impulsó el desarrollo de una legislación paralela para justificar el proceso decisorio y constituyente que se pretendía y llamó a la movilización ciudadana, instrumentalizándola para exigir la permanencia del nuevo orden y forzar el reconocimiento político del estado de hecho recién implantado.

En definitiva, el magistrado considera transcendente la actuación de Forcadell desde una perspectiva social, administrativa e institucional; como presidenta de la Asamblea Nacional Catalana, primero, y del Parlament, después, aportó el soporte legislativo necesario para la declaración de independencia. Tal actuación ha quedado «perfecta e inmutablemente esculpida» en el diario de sesiones del Parlamento.

Con relación a la acusación de rebelión, conviene destacar el argumento de que un alzamiento puede considerarse violento cuando «se orienta de modo inequívoco a intimidar a los poderes legalmente constituidos», por lo que, a priori, podría tener cabida ese temido delito.

Finalmente, el magistrado no descarta que las afirmaciones de los querellados puedan ser «mendaces» -bravo por el adjetivo- por ello, si se evidenciara un retorno a la actuación ilegal objeto de investigación, las medidas cautelares podrían ser modificadas; entiéndase, agravadas.

Tras pernoctar en la ergástula complutense, después de una noche insomne y recaudatoria, Carme Forcadell ha eludido la prisión.

Reivindicamos su figura, alegoría de la redención, al convertir el procès en algo meramente simbólico un nueve de noviembre, pero al mismo tiempo pretendemos el mantenimiento de nuestra memoria musical y poética de ese día.

Por lo expuesto, entendemos que nos asiste el derecho de aunar ambos símbolos, requiriendo, por ser de justicia, el envío anual a la presidenta, como siempre sin tarjeta, de un ramito de violetas.