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Vuelta de hoja

Las otras muertes de los poetas

Como quiera que ya me colme un cierto hartazgo a la hora de opinar sobre aberraciones, dislocaciones, barrabasadas, distorsiones y otras desproporciones políticas, cambio el tercio, de momento, y tiro por la calle del medio. Busco sombras y lo que surja.

Ayer volvía del trabajo. Ya se pisa blandamente el otoño por las calles y un incipiente frío se cuela sin piedad buscándote las lorzas bajo la camiseta. Paré en una cafetería a templar las carnes con un café caliente. En el café también estaba el otoño dando vueltas sobre sí mismo. Tomé el periódico, el Información, y me engolfé en una lectura reposada. Nada como la morosidad crujiente de las páginas de un periódico. En una de las crónicas se comentaba el ninguneo gubernamental ante la celebración del 75 aniversario de la muerte de Miguel Hernández. El gobierno se hacía el Lorenzo tras las reiteradas peticiones del alcalde. La mítica Orihuela y su hijo cósmico se la traían mayormente floja. Hasta el ministro de cultura declinó lo que no debiera ser una mera invitación sino un altísimo honor. Pero ¿qué es un poeta, por muy universal que sea, para estos golems de barro, para estos mazacotes al sol? Están demasiado ocupados aplicando artículos que más que constitucionales parecen sacados del manual del buen dictador. Demasiado ocupados en mantener alerta a su policía represora, no siendo que alguien saque los pies del tiesto y tengan que volver a «verse forzados a hacer lo que no quieren hacer», apalear palomas de manos blancas, por ejemplo. Es curioso, digamos que casual, que estos demócratas se nieguen a homenajear al «perito en lunas», al mecedor de todas la cunas de la miseria, al que mantenía con la palabra los rayos en el cielo y al azote de fascistas de encefalograma plano. Antes de matar a otro ruiseñor, al niño triste Federico García Lorca, alguien advirtió que estaban a punto de matar a un poeta reconocido en el mundo. La respuesta fue tajante: «café, mucho café». También solían decir «matarile». Los violentos, los lobotomizados, los de la fuerza bruta y el garrote y tentetieso siempre temieron a la inteligencia y a los endecasílabos a partes iguales porque saben, posiblemente sin conocer a Celaya, que «la poesía es un arma cargada de futuro».

Y así siguió Miguel Hernández desde la cárcel, cargando el arma para que los del futuro supiéramos que no hay mayor ciego que el que se tapa la cara y la conciencia con una bandera, ni más modorro que el que, a pesar de las advertencias, sigue cayendo en las trampas históricas. Decía Unamuno, otro desasnador de mentes cerriles que el nacionalismo se cura viajando y el fascismo leyendo. Ahí tenemos a la verdadera marca España, a la legión de escritores, poetas y pensadores comprometidos que intentaron sembrar alondras en los yermos de Caín, para racionalizarlos, para hermosearlos. Dicen que los últimos textos del poeta fueron cuatro relatos cortos dedicados a su hijo, al que a penas conoció, el niño que se alimentaba con sangre de cebolla. Desde un tono infantil están repletos de guiños a la libertad que los carceleros no censuraban porque sus mentes no daban para más. Dicen también que fueron escritos sobre papel higiénico que ni siquiera recado de escribir tenía. No es muy de extrañar, dadas las circunstancias, que setenta y cinco años después, al poeta sigan negándole el pan, la sal y hasta el papel. Hay mucho interés en que los libros, esas armas de destrucción de mazacotes, que no sólo hablan, si no que gritan, sigan en los anaqueles. Le dejaron morir en la cárcel de tuberculosis. El otro día, en Orihuela, volvieron a hacerlo.

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