Información

Información

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Música crítica

Entrecomilladas: Esas grandes falsas verdades

Lo cierto es que el tema de que si al público hay que darle cosas «nuevas» o lo mismo de «siempre» es un asunto espinoso en el que para resolverlo tendríamos que saber con certeza qué es nuevo y para quién

Decía el crítico del New York Times en la presentación neoyorkina de la 2ª sinfonía de Elgar que «?durante casi una hora sin fatiga... no solo no se hace concesión a lo sensualmente agradable, sino que se le presta poca atención a la necesidad psicológica de contraste, de alivio» para terminar sentenciando que «es un devoto que exhorta a una congregación que también se supone que es devota». Es ésta última cita un axioma que se ha dado con demasiada asiduidad desde que a finales del XVIII se fueran separando de los programas de concierto, con más o menos entusiasmo, la música «popular» de la música «culta» y cuyo punto culminante llegó con el siglo XX y su caterva de compositores beatificando a los incultos e ignorantes oyentes que, despavoridos, se veían abocados a soportar monsergas soporíferas mientras se quedaban discretamente sentados en sus butacas llegando incluso a aplaudir con tal de no hacer más evidente su «ignorancia». Lo cierto es que el tema de que si al público hay que darle cosas «nuevas» o lo mismo de «siempre» es un asunto espinoso en el que para resolverlo tendríamos que saber con certeza qué es nuevo y para quién. Por ejemplo, «nueva» era para mí la comentada Segunda Sinfonía de Sir Edward Elgar que la Orquesta de Valencia interpretó con entusiasmo y ardor en la misma medida el pasado sábado en el ADDA. Nueva era, decía, porque era la primera vez, y les prometo que la última, que escuchaba esta partitura a la que esperaba con entusiasmo. Aproveché, entonces, la ocasión para hacer un autoanálisis de mi actitud hacia lo nuevo. Opté primero por seguir la forma de la obra, cómo se presentan los temas y ese tipo de ambigüedades dadas como ley absoluta, pero a los 10 minutos mi mente se había desentendido del seguimiento y deambulaba por los típicos pensamientos que me corroen en cada concierto: ¿y el de los platillos? ¿cobrará lo mismo que los violines primeros?, etc. Total, que finalmente decidí abandonarme a una escucha más emocional que intelectual y disfrutar como quien de un mojito en una playa disfruta. Pero es que al final el mojito estaba aguado (me refiero a la obra) y el sonsonete, el afortunado sustantivo lo cogí al vuelo de un espectador a la salida del concierto, me terminó por resultar tan soporífero como le resultó al crítico del New York Times cien años atrás. Y esto a pesar de la orquesta. Es como si van a una conferencia sobre, digamos, coloproctolagía, un tema que, imagino, les entusiasmará tanto como a mí, pero dada por un gran comunicador: pues lo mismo. La orquesta derrochó entusiasmo, intensidad y buen hacer siguiendo a su director asociado, Yaron Traub, director al que ellos mismos echaron de titular en un divorcio que, por los resultados, fue de mutuo acuerdo y que, basándonos en lo escuchado en el concierto, deja al margen de la música los dimes y diretes del futuro de la Orquesta. Completó el concierto los 4 Últimos Lieder con la brillante y personalísima soprano Measha Brueggergosman. La intensa partitura de Strauss vio representada su multiplicidad de sentimientos en la multiplicidad de matices vocales de la soprano canadiense. Soprano que, por cierto, obvia la separación entre música «ligera» y música «seria» entrelazándolas en su discografía con la misma naturalidad con la que Elgar es capaz de escribir una hora de música sin decir nada.

Lo último en INF+

Compartir el artículo

stats