Pedro Margoso Dandurán, de 37 años y nacionalidad francesa, trabajaba de engrasador en el tren correo, al que trató de subirse cuando ya se había puesto en marcha en la estación alicantina. Pero se lo impidió Ramón Portero Esteban, de 20 años, natural de Zamora y vecino de Alicante, marido de Pascuala López y padre de dos hijos, que trabajaba como telegrafista y vigilante en la misma estación. Eran las seis menos cuarto de la tarde del 13 de septiembre de 1859.

Portero actuó así porque todos los ferroviarios en servicio tenían orden de no dejar que nadie se subiera a un tren en marcha, aunque fuesen compañeros. Margoso trató de deshacerse de Portero, propinándole un par de bofetadas, pero no consiguió que le soltara y al final se quedó en el andén, mientras el tren marchaba fuera de la estación.

Ambos ferroviarios porfiaron durante un rato, hasta que fueron separados por el jefe de estación.

Pocos minutos después, cuando Portero acabó su turno, Margoso le retó a verse las caras fuera de la estación. El desafío fue presenciado entre otros por el segundo jefe de estación, José Castro, y un par de mozos. El telegrafista aceptó y ambos marcharon fuera. Margoso quiso comenzar la pelea enseguida, pero Portero le dijo que mejor era separarse algo más de la estación, lo que enfureció a aquél, que le dio un golpe por la espalda, haciéndole caer por un pequeño terraplén.

Portero subió encolerizado la pendiente, empuñando un bastón de estoque que se rompió al golpear al francés en la cabeza un par de veces. Siguió luego pegándole con el palmo de hierro que le quedó en la mano, hasta que les separaron dos transeúntes. Uno de ellos, José Berenguer, panadero de 30 años, le arrebató de la mano a Portero lo que quedaba del estoque, y marchó incontinenti a avisar a la pareja de guardias civiles que vigilaban en la estación.

El cabo Julián Peris, de 36 años, y el guardia Blas Botella, de 24, se llevaron al juzgado a los dos protagonistas de la reyerta y al panadero, como testigo.

Eran las siete de la tarde cuando el juez de primera instancia, Antonio Alos, dictó auto de apertura de causa al escribano José María Morales, tras ser informado por los guardias civiles de lo sucedido. Tomó Alos declaración a Margoso, quien presentaba tres heridas en la cabeza y otra en la espalda, por lo que ordenó que fuese trasladado al hospital, donde fue reconocido por los médicos forenses Antonio Espadín y Juan Fernández, que calificaron las heridas como leves. También mandó ingresar a Portero en la cárcel.

A la mañana siguiente, Portero compareció ante el juez. Al enterarse éste de que era menor de edad, nombró para que le representase como curador al abogado Ramón Bello. Después de interrogar al reo en presencia de Bello y del escribano Morales, Alos procedió a imponerle una fianza de mil reales para gastos de la causa, so pena de embargarle todos los bienes si no la pagaba, y ordenó ponerle en libertad provisional.

Por la tarde, el escribano Morales entregó la causa a su colega Pedro Rovira, por corresponderle en Turno Criminal. Éste notificó de inmediato los autos al promotor fiscal del juzgado, Luis Campos.

El 17 de septiembre, el escribano Rovira fue a visitar a Margoso al hospital, quien le manifestó que no quería presentarse en la causa, por lo que la justicia debía continuar de oficio. El francés fue dado de alta por los médicos aquella misma tarde.

Dos días después, el jefe de la estación, José María Álvarez, pagó la fianza que el juez había impuesto a Portero.

El 23 de septiembre, en sus diligencias formales, el fiscal Campos recordó que, por haberse curado el herido en solo cuatro días, se trataba de una falta, por lo que el juzgado debía inhibirse en la causa, que debía ser resuelta por el alcalde. Al día siguiente, Alos sobreseyó las actuaciones judiciales, canceló la fianza y transfirió la causa a la alcaldía.

El escribano detective

El 3 de octubre, lunes, el casero de Margoso se presentó en el juzgado, para avisar de que llevaba casi una semana sin saber nada de éste, lo que le parecía muy extraño. No había entrado en la vivienda, pero desde una ventana había visto que la habitación estaba revuelta. El juez encargó al escribano Rovira que fuese a casa de Margoso en compañía de dos alguaciles.

Pedro Rovira Pastor tenía 28 años, era alto y flaco, soltero y serio. Trabajaba como escribano judicial desde hacía cuatro años y tenía acreditada fama entre sus superiores de eficiente y servicial, así como de delator y servil entre sus compañeros, y de déspota y engreído entre los demás funcionarios de menor rango. A los acusados, reos, testigos y subordinados los miraba con desdén y la cabeza erguida, y les hablaba con voz firme y grave?, a no ser que estuviera presente un superior suyo. Porque delante de magistrados, regidores y militares de alta graduación su comportamiento era muy distinto: ligeramente encorvado, su mirada era lánguida y su voz suave. Pero su mayor transformación se producía cuando se hallaba frente al juez Alos: cabizbajo, su cuerpo se encogía hasta quedar por debajo de la testa de su superior, que era de una talla bastante inferior, su mirada era tan tierna como la de un corderito y su voz apenas era algo más que un murmullo.

La vivienda del francés Margoso era una planta baja, de una única habitación, que había en la Villavieja. Accedieron a ella el escribano Rovira y los dos alguaciles, una vez abrió la puerta el casero. Efectivamente, todo estaba revuelto: sábanas, mantas, ropa, enseres de cocina? Eran pocos los muebles: una cama, una mesa, cuatro sillas, un pequeño aparador, un hogar? Sobre un poyete había un cuchillo grande manchado de sangre. También había sangre en el suelo: una mancha grande y seca con un reguero de gotas que terminaba junto a la cama.

Ante la insistencia de Rovira, el casero concretó que la última vez que había visto a Margoso fue la tarde del martes 27 de septiembre, entrando precisamente en su vivienda.

Convencido de que en aquel lugar se había producido un crimen, probablemente un homicidio, Rovira se propuso aprovechar la ocasión que el Destino le regalaba para impresionar al juez Alos y ganarse un ascenso. Después de encargar a los alguaciles que hablasen con los vecinos, regresó al juzgado para informar a su superior.

Era media mañana cuando uno de los alguaciles se presentó ante Alos y Rovira para presentarles a una mujer que residía en el piso de arriba de donde vivía Margoso. Declaró bajo juramento que en la noche del martes 27 había visto salir de la habitación del francés a un hombre cargando un bulto enorme en sus hombros, como un saco muy voluminoso, y que desde entonces no había vuelto a ver ni a oír a Margoso. No reconoció al desconocido, pero por su descripción Rovira llegó al convencimiento de que se trataba de Portero.

El escribano quiso convencer al juez de que Portero había asesinado a Margoso y se había llevado el cadáver para hacerlo desaparecer. Alos se mostró cauteloso, pero, ante la insistencia de Rovira, le dictó auto para la detención e interrogatorio del telegrafista.

Portero compareció ante Alos por la tarde en presencia de su curador y reconoció que, en efecto, la noche del 27 de septiembre había estado en casa de Margoso. Había ido para presentarle sus disculpas, que el francés aceptó, invitándole a cenar. A preguntas del juez, explicó que la sangre en el cuchillo y en el suelo se debía a la gallina que él le había llevado a Margoso como regalo, y que éste había matado para la cena, cortándose accidentalmente en una mano; y que se marchó después de cenar con una alfombra vieja que Margoso le regaló, no sabiendo ya nada más de él.

La explicación de Portero no convenció al juez, quien ordenó su encierro en la cárcel. Pero salió de ella al día siguiente, en cuanto Margoso apareció en el juzgado para contar que había estado desde la madrugada del miércoles 28 en la finca de un comerciante francés amigo suyo. Rovira se encogió en su escritorio bajo la furiosa mirada del juez, hasta convertirse en un debilucho amanuense incapaz casi de sostener el cálamo.

Juicio

El juicio por faltas ante el alcalde Antonio Bergez se celebró en el Ayuntamiento el 10-11-1859. Margoso ratificó que no deseaba ejercer demanda alguna contra Portero, y éste pidió disculpas públicas por haberle herido.

El fiscal Campos solicitó para el acusado tres días de arresto y cinco duros de multa.

La sentencia absolvió a Portero, que sólo debió pagar las costas del juicio.