Aunque sería de desear, no es posible dejar de hablar de lo único. No podemos desentendernos del serial catalán, por mucho que nos encantaría a muchos estar en otras cosas ya. Estamos demasiado implicados, queramos o no. Dicen que el coste de esta fiesta para el conjunto de España está ya por encima de los 27.000 millones euros y me temo que no acabe ahí la cosa. Y es que, cuando un miembro enferma, enferma todo el cuerpo.

Anteayer por la mañana estuve con un profesional de Barcelona, llamémoslo Eduardo, que se lanzó a despotricar a la mínima de cambio en contra del independentismo, mientras sudaba copiosamente de la excitación que le producía el tema. Decía estar abochornado, y eso que a esas horas la magistrada de la Audiencia Nacional Carmen Lamela aún no había mandado al bote a Junqueras y otros siete exconsejeros. Menudo papelón el de la magistrada, por cierto. Eduardo es uno de los miles de catalanes tapados hasta ese momento, que salieron el 8-O a las calles de Barcelona a manifestarse en contra de la que se estaba preparando para el 27-O. Ese día, el 27-O, fue triste, muy triste para todos los demócratas constitucionalistas e incomprensible para el común de los mortales. Jamás pensé que vería algo así en España. Después de la que liaron los indepes ese día, aún muchos se extrañan de la decisión de la magistrada de mandar a prisión a todo el exgobierno catalán que tuvo a mano. A Puigdemont, que es tan listo que puso pies en polvorosa dejando a todos tirados, obviamente, no. Qué vergüenza, al menos a lo hecho, pecho. El expresidente alega que no tiene garantías y es verdad, pues nadie le puede asegurar en este momento que no vaya a ir a la cárcel. Ignoro mientras les escribo si la magistrada dictará orden de detención contra él, pero asumo que sí lo hará. Posiblemente era inevitable esta situación tras la querella de la fiscalía, por mucho que Iglesias se afane en decir que son presos políticos. Los delitos que se les imputan son graves y la reiteración en la desobediencia de las resoluciones del Tribunal Constitucional contumaz. No me parece sano darle vueltas a si es o no oportuna la decisión judicial desde el punto de vista político y no cabe otra que acatarla. La justicia, recuerden, es ciega, o al menos debería tratar de serlo.