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Joaquín Rábago

Nuestra burocracia

Paso largas temporadas en una pequeña localidad de Andalucía famosa por su turismo nacional y todavía no salgo de mi asombro por lo que allí veo.

La ciudad, en franca y visible decadencia desde que estalló la crisis y se abandonaron muchos edificios a su suerte, parece incapaz de levantar cabeza.

Por razones que se me escapan y que nadie acierta a explicarme, no termina de aprobarse un plan de restauración del casco histórico, sin el cual no puede tocarse nada en los viejos y cada vez más ruinosos edificios.

Si algún potencial inversor nacional o extranjero se encapricha de alguna casa del centro, los problemas burocráticos que encuentra en el Ayuntamiento le disuadirán de su proyecto.

Lo mismo ocurre con los nuevos comercios, a los que no sólo no se dan facilidades, sino que se les ponen todo tipo de pegas cuando quieren acometer la mínima modificación aunque sea para mejorar su estética.

He conocido a jóvenes de esos que llaman con tanto rimbombo emprendedores que han terminado tirando la toalla ante los obstáculos que encontraron por parte de las autoridades municipales.

Es como si muchos responsables políticos o técnicos del buen funcionamiento de la ciudad sólo estuviesen interesados en cobrar a fin de mes y no buscarse más complicaciones.

Pero es algo que ocurre también en otras ciudades que son grandes receptoras de turismo extranjero: un simple permiso para ejecutar una obra menor, si es en su centro histórico, puede tardar meses en conseguirse.

Sé de potenciales inversores extranjeros que, en vistas de todos esos problemas, han terminado echándose atrás, desesperados de tanta y tan inútil burocracia.

Y uno se pregunta cómo es todo eso posible cuando tan necesitados está el país de inversiones extranjeras y cuando se soportan niveles de desempleo que deberían avergonzarnos. ¿Hay alguien capaz de explicarlo?

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