En estos días, se ha venido celebrando en Elche la XXII edición de su Festival de Teatro y Música Medieval. Que no se apure Patricia Macià, portavoz del equipo de gobierno, concejal de Cultura y, me consta de manera fehaciente, lectora empedernida de esta modesta columna. No es el objeto de este artículo entrar al fondo de la programación y repercusión del festival, ni criticar su gestión en este ámbito.

Muy al contrario, lo que opino es que una iniciativa como ésta, que promueve algo, que debería ser un objetivo tan obvio para Elche, como desestacionalizar el turismo y promocionarlo a través de la cultura, no sólo debe conservarse, sino que ha de mejorarse y promocionarse año tras año. A lo que sí le animo es a intentar darle más fuelle para que recupere su antiguo esplendor. Sé que ahora se debe hacer con un presupuesto menor, pero ahí es donde se demuestra quien es un buen gestor: «Más es menos», que decía el gran arquitecto de la Bauhaus, Mies van der Rohe.

La lástima es que el teatro está en horas bajas. En las ciudades «de provincias» como la nuestra se programa poco, porque también es escasa la demanda. Incluso en ciudades como Madrid o Barcelona, la producción teatral ha bajado bastante; de hecho, el número de representaciones en los teatros españoles es la misma ahora que en el año 2003, y casi un tercio menos que en el año 2008.

Lejos quedan los tiempos en que el teatro era el principal entretenimiento para el pueblo. Así sucedía en los siglos XVI y XVII, cuando las obras de los autores del Siglo de Oro, fundamentalmente Lope de Vega, Tirso de Molina y Calderón de la Barca, se representaban en los corrales de comedias, a los que acudía desde el pueblo llano hasta la nobleza.

Los corrales de comedias surgieron a finales del siglo XVI. Hasta entonces, el teatro se representaba en plena calle, bajo unas lonas en el mejor de los casos. Pero la necesidad de cobrar una entrada hizo que las comedias pasaran a los patios de vecinos. De ese modo, había que abonar un estipendio por acceder, más otra cantidad en función del lugar en que cada uno se ubicara. Por lo general, el pueblo llano se acomodaba en el patio, con un espacio reservado para las mujeres, y los nobles lo hacían en los corredores, que solían tener unas celosías que les permitían observar todo lo que ocurría sin ser vistos.

Ni que decir tiene que el ambiente durante las representaciones era de total algarabía; el pudor de las gentes del siglo XVI nada tenía que ver con el actual: se podía ver a los mozos haciendo requiebros a las doncellas, incluso llegando «a más», y el agrado o desagrado con la obra se expresaba de una forma muy vehemente. No era infrecuente, de hecho, que, en caso de que la comedia no fuera del gusto del público, volaran todo tipo de hortalizas hacia el escenario, salvo tomates, que aún no habían llegado de América.

Hubo un tiempo en Elche en el que las sesiones plenarias del Ayuntamiento se asemejaban, y disculpen si fuerzo el tropo, a las jornadas vespertinas de los corrales de comedias de la España del barroco. Desde una hora antes de la representación la gente se agolpaba bajo el arco de la Plaça de Baix para conseguir sitio en el Salón de Plenos.

Los actores hacían (hacíamos, todos tenemos un pasado «oscuro») su aparición por una puerta lateral del proscenio y ocupaban sus puestos en el escenario. No faltaba tampoco la figura del apuntador, que ocupaba su puesto en una sala anexa y soplaba el texto a través de un iPad, lo cual demuestra que el hombre no ha cambiado en quinientos años, sólo ha avanzado tecnológicamente. También había comportamientos histriónicos, de unos y de otros, que hacían las delicias del respetable.

El público, en ocasiones, mostraba también su parecer con la comedia, si bien no recuerdo que hubiera nunca lanzamiento de vegetales. El hecho más reseñable fue, quizás, la desaparición de un frasco en el que un concejal de la oposición, ahora en el Gobierno municipal, guardaba un picudo rojo. Nunca se supo, aunque existen varias teorías al respecto, dónde fue a parar el ínclito escarabajo, pero la anécdota fue del agrado de la concurrencia e, incluso, dio para varios artículos de opinión en la prensa escrita.

Ahora bien, también es justo reconocer que en ocasiones había intervenciones, por parte de una y otra bancada, de cierta relevancia en el fondo y de alguna enjundia en la forma. El pleno, en una ciudad como la nuestra, que por su tamaño está sujeta a la Ley de Grandes Ciudades, está desprovisto de gran parte de las atribuciones, que recaen en la junta de gobierno. Pero es en el primero donde el equipo de gobierno tiene que exponer las líneas principales de sus políticas, y donde la oposición tiene que demostrar que hace un control férreo de aquéllas y que es capaz de proponer alternativas.

En la actualidad, y en mi modesta opinión, el pleno no cumple con su función; sólo hay que constatar la afluencia de ciudadanos a sus sesiones en las imágenes de la televisión local. Se nos quiso hacer ver, al principio del actual mandato, que se iba a buscar una mayor participación social en este órgano, permitiendo preguntas de los ciudadanos y retransmitiendo las sesiones online. Nada que objetar a esas dos iniciativas, todo lo contrario. Pero lo que la realidad refleja es que han sido meras propuestas cosméticas, que el interés de la ciudadanía en los asuntos concernientes al gobierno municipal ha decaído, y que ese decaimiento parece ser que interesa al que ostenta el poder.

Después de cuatro años tan movidos y de cuatro tan insulsos, espero que llegue el momento en que Elche tenga un alcalde que sepa liderar el necesario impulso y la imprescindible transformación que esta ciudad necesita. Un Pasqual Maragall o un Iñaki Azkuna que nos sitúen donde nos merecemos. Mientras tanto tendremos corrales de comedias... o de tragedias.