Tras una noche agitada a causa de grandes voces, risotadas y alaridos que venían de la calle, Mari sorbía el café con leche ojeando el periódico no sin cierto desconcierto. Le resultaba difícil asimilar que una fiesta de procedencia tan lejana como Halloween se hubiera apoderado de estas fechas tan arraigadas en nuestra cultura hasta casi preterir sus costumbres. Antes, quitando la visita al cementerio, el café con los huesos de santo y buñuelos, las mariposas de llama doliente en lugares apartados y sombríos de la casa o el relato de sucesos truculentos junto a la lumbre al caer la noche, no había nada más que hacer. Hoy, hasta la asociación de vecinos del barrio se atreve a celebrar una fiesta Halloween calificándola como «tradicional».

Después de dejar los ramos en las jardineras de la tumba de sus padres, Mari y su marido paseaban por los alrededores para satisfacer esa curiosidad que consiste en comprobar si los panteones vecinos tienen nuevos inquilinos. La desgracia aguardaba en forma de acequia descubierta que atravesaba inadvertidamente la vía peatonal del cementerio Santa Bárbara de Elda por la que caminaban. El crac se oyó a varios metros. Mari, mareada, fue conducida por varias personas que transitaban a los escalones de un mausoleo próximo mientras avisaban a la ambulancia. El dolor era insoportable. La deformidad confirmaba una rotura de caballo. El sepulturero, que acertó a contemplar la caída, blasfemaba mientras aseguraba que ya lo había avisado muchas veces a sus responsables, que ya eran muchos los accidentados en esas conducciones que representaban una auténtica trampa; pero que no había manera de que lo arreglasen.

Mari estuvo largos meses en el dique seco. No quedó bien. La secuela le impediría caminar correctamente para los restos. Como no se resignó a que otras personas pudieran sufrir el mismo daño, acudió al Juzgado y convocar como testigo al sepulturero. Sin embargo, como muchas veces el hombre propone pero los superiores disponen, aquél escuchó cabizbajo la filípica que el jefe del servicio le dedicó con motivo de sus desacertadas manifestaciones. «Ya sabes lo que tienes que hacer», fue la despedida. En el juicio, el sepulturero se desdijo. «Yo no sé nada de eso». Semanas más tarde, Mari, con lágrimas en los ojos, apenas pudo leer el fallo de una sentencia que la dejaba como un carámbano. Las hojas ocres y orinecidas de los olmos anunciaron la llegada de un nuevo otoño y con él la festividad de los difuntos. La tarde de la víspera, el sepulturero se afanaba en las últimas labores antes de una jornada de muchedumbres. Y ya se encaminaba hacia la salida, con la satisfacción del trabajo concluido, cuando al pasar por la calle de aquel incidente sintió un golpe seco y abrupto en el colodrillo. Instintivamente se llevó la mano a la nuca para tentar enseguida la espesura y el calor de la sangre. Desconcertado, miró a su alrededor, donde las sombras se abatían ya sobre los sepulcros solitarios. Solo el ángel custodio de un panteón contiguo, que sostenía una trompeta en ademán teatral, le llamó la atención. Sus ojos vacíos y fijos parecían recriminarle una actitud. Nada distinto de las sensaciones que transmiten estas esculturas hieráticas. Dispuesto ya a reemprender su camino, reparó, con un escalofrío, en la trompeta que sujetaba. Su pabellón, inexplicablemente, estaba manchado de sangre fresca.

Erizado y con el sabor acerbo del terror en la boca, abandonaba a grandes trancos el lugar sintiéndose observado por cientos de ojos invisibles mientras se preguntaba si existiría la justicia de las almas.