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Tomás Mayoral

La virtud del defecto

El ahora tan recordado Francisco Franco solía aconsejar a sus allegados aquello de «Usted haga como yo, que no me meto en política». Tenemos que agradecer a quienes tanto nos han recordado al «Generalísimo» en los últimos meses, desde las filas del independentismo catalán y desde esa prensa internacional tan versada en cómo éramos hace cincuenta años, que nos hayan ayudado a superar de nuevo este problema. Llevamos unas semanas en las que nos hemos reconciliado con la política. Hemos desayunado, comido, merendado y aún picado entre horas con política. Y hemos descubierto 'transversal' y casi 'intergeneracionalmente' que, pese al indigesto atracón de estos días, nos hacía falta volver a incluir en nuestra dieta un poco del alimento de la cosa pública.

Puigdemont y sus mariachis seguramente no querían esto. Pero lo han logrado como bendito efecto colateral. Hemos vuelto a recordar que eso que tan a la ligera nos tomábamos últimamente es la espina dorsal de nuestra sociedad. Palabras como Constitución, Ley, Democracia o Soberanía Nacional, tan 'empanadilladas' hace poco, han regresado a nuestros platos como si fueran 'espumas' de nueva cocina. Hacía falta un meneo importante para redescubrir que no se puede vivir solo de 'comida rápida' o experimental. Que nuestros padres y madres del 78 tenían mucha razón cuando nos aconsejaban que también hay que comer garbanzos, alubias y lentejas. Aunque sólo sea para recordar, de vez en cuando, de dónde venimos y por qué llegamos hasta aquí. La política siempre fue un plato de cuchara, de digestión pesada y poco apto para estómagos delicados. Estaba y está para algo, tenía y tiene un sentido y un fundamento. Muchos murieron para que todos tengamos ese plato delante que no deberíamos despreciar tan a la ligera. Olvidarlo sería, a la larga, morir de inanición.

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