En las horas más chiripitifláuticas de nuestra reciente historia si no fuera por los efectos diabólicos del suplicio, y dentro de uno de los encuentros atiborrados de análisis, Albert Solé no pudo por menos que arañar unas ráfagas en su adiós: «Solo dejarme un micro segundo. Soy hijo como sabéis de Jordi Solé Tura, de la generación que hizo la Constitución, y viendo a quienes están encabezando esta dicotomía pienso qué lamentable generación de políticos tenemos ahora». No suele ser fácil pero, con su alegato, puso de acuerdo a todos los intervinientes.
Él y Puigdemont son del mismo año, del 62, y ambos cuentan con formación periodística. El president comenzó haciendo crónicas futbolísticas por los campos de Regional y llegó a desempeñar tareas de redactor jefe en El Punt. Rompió con aquéllo -qué raro-, se especializó en aplicación de nuevas tecnologías y, a la salida, se montó hasta hoy en cabalgaduras subvencionadas como la de Catalonia Today, un periódico en inglés. Al estar amortizado en el desempeño actual, no hay que descartar su regreso a las redacciones. Es lo único que le hace falta a este oficio.
Albert, por su parte, creyó que era francés. A los dos años le dijeron que no, que era húngaro, por lo que se hizo de Kubala a muerte y, a los nueve, le revelaron la verdad. Así arranca el documental «Bucarest, la memoria perdida», que es donde nació en realidad el nene y que recorre el andén por el que su progenitor dejó atrás una existencia de clandestinidad, sufrimiento, lucha y gran esplendor a lomos de la costosa libertad: el del Alzheimer.
Solé Tura fue uno de los padres de la Constitución, sí esa en la que algunos intentan hacernos creer a estas alturas que mejor no haber nacido de ella. Tiempo después no he podido quitarme de aquí el escalofriante cierre de ese prodigio de gratitud al padre en el que, a preguntas del galeno, Jordi no recuerda el nombre del hijo ni el de su mujer, que allí mismo se