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Juan R. Gil

Recuperar al otro

Lo que se juega en Cataluña no es sólo la independencia, sino la ruptura del modelo de convivencia. Esa es la apuesta a ganar.

Hay dos frases que enmarcan muy bien lo que está sucediendo en el llamado «desafío catalán». No fueron dichas por ningún político, sino que se contienen en sendos artículos de dos jóvenes periodistas, de esa nueva generación de columnistas que hace mantener la fe en que el futuro de esta profesión sigue pasando por las personas y no por los robots. La primera se la leí a Rubén Amón, cuando todavía trabajaba para El Mundo, después de una de las Diadas multitudinarias que en los últimos años se han sucedido cada 11 de septiembre en Barcelona. Cito de memoria, pero decía más o menos que lo relevante de lo que se había vivido ese día es que los cientos de miles de personas que habían salido a las calles «no estaban reivindicando la independencia, la estaban celebrando». La segunda se la leí ayer mismo a Manuel Jabois en El País y resume la formidable paradoja que vivimos: «en los próximos días la comunidad que esperaba ser una nación se quedará sin autonomía».

Lo más difícil no va a ser en estos dos meses próximos controlar una Administración algunos de cuyos integrantes pueden intentar la insumisión frente a la aplicación del artículo 155 de la Constitución para devolver Cataluña al Estado de Derecho. Lo complicado de verdad va a ser, durante esos dos meses y por mucho más tiempo, gestionar la frustración de una parte de la sociedad catalana que, engañada o autoengañada, se ha instalado en una realidad paralela: la que han descrito Amón, Jabois y otros en sus artículos o la que, mejor que mil palabras, representaba el viernes por la noche la imagen de la bandera de España ondeando junto a la senyera en el Palau de la Generalitat, la sede de un gobierno que se había declarado independiente horas antes pero que mantenía los símbolos de aquel del que pretende segregarse, por cálculo, cobardía, falta de convicción en lo que dicen creer o una mezcla de todo ello trufada de mentiras o medias verdades, que siempre son las peores.

La prueba de tanta falacia como los cabecillas de la revuelta independentista han practicado en este procés está -como nos señalaban ayer otros dos destacados periodistas, Francisco Orsini y Joan Serra, ambos de Prensa Ibérica, el grupo que edita el periódico que están leyendo- en las añagazas que esconden las propuestas que el bloque secesionista presentó en el Parlament, que al final sirvieron para proclamar la República independiente valiéndose del escrito sin valor jurídico firmado por los diputados de Junts pel Sí y la CUP fuera del hemiciclo después del referéndum ilegal, texto que recuperaron el viernes para colocarlo como preámbulo a la resolución finalmente votada. La declaración de independencia queda pues en la parte expositiva, mientras que la dispositiva se ciñe a «instar» al Govern a dar los pasos necesarios para hacerla efectiva, lo que políticamente es lo mismo pero penalmente puede que no. En resumen, enviaban a la gente a la calle mientras ellos se protegían con argucias de viejo testamentario, votando en secreto y sin que ninguno de los instigadores de la insurrección, ni Puigdemont ni Junqueras ni nadie, interviniera pública y solemnemente en sede institucional en defensa de la misma. Dije aquí hace unas semanas que estaban utilizando a la gente como carne de cañón y lo siguen haciendo con una impudicia sonrojante. Ayer, Puigdemont reapareció pero no en el Palau sino vía plasma, y lejos de aclarar qué va a hacer él, lo que hizo fue un llamamiento a los ciudadanos para que sean ellos los que se opongan «democráticamente» al 155. Id vosotros por delante, que si acaso ya os alcanzo yo.

Nadie discutirá a estas alturas la mediocridad de los políticos que dirigen hoy nuestro país, pero desde luego los catalanes no se merecen a los que hasta el viernes manipulaban sus instituciones. Y al final, los primeros, los Rajoy, Sánchez, Rivera, en quien tan poco confiábamos, al menos han ganado por el momento la batalla de la firmeza en defensa de una legalidad que nos protege a todos -incluidos los que aspiran a independizarse-, frente a las maniobras de tahúr de los segundos. Rajoy, Sánchez y Rivera se la han jugado con una aplicación contundente del artículo 155 de la Constitución pero medida, que lleva aparejada la convocatoria de elecciones autonómicas el primer día hábil para hacerlas, sin uno solo de demora. Rompen con ello el relato independentista, el que confundía democracia con votar. No son sinónimos: en las peores dictaduras se vota. Lo que distingue a una Democracia de una Dictadura no son las urnas sino el respeto a la ley y el Estado de Derecho, así como el respeto a las minorías por parte de las mayorías. Así que se va a votar -es eso lo que se pedía, ¿no?- y podrán someterse a la decisión popular expresada libremente tanto quienes defienden la independencia como los que no. Pero se va a hacer desde las garantías que solo una Democracia, y no el régimen autocrático que se quería imponer en Cataluña, puede ofrecer.

Es arriesgado, ya lo he dicho. De aquí al 21 de diciembre van a seguir viviéndose momentos de tensión como jamás España había padecido desde la Transición. La campaña electoral, participe en ella el bloque secesionista o promueva el boicot una parte de él, será la más dura que hemos visto. Y el resultado es incierto. Pero el Estado se cargó el viernes de razones para empezar a gestionar esa frustración de la que hablaba al principio de este artículo: el de la gente que en Cataluña de verdad cree que separarse de España es la mejor opción de futuro con la que cuentan. El de todos aquellos a los que han convencido de que su revolución es la de «las sonrisas», cuando es la de la insolidaridad. Gestionar todo ese caudal de emociones y sentimientos es importante pero, cuidado, no sólo en Cataluña sino en toda España, porque el calentón se ha ido extendiendo, generalizando. En 1978 este país consiguió lo más difícil que podía hacer: adelantarse a su historia en lugar de ser prisionero de ella. Construir un modelo de relación en el que por primera vez todos aceptábamos la existencia y el valor «del otro». Eso es lo que de verdad está en juego en esta partida, que no va de la ruptura de España sino de la fractura de la convivencia en Cataluña y fuera de ella. Los independentistas catalanes dicen que ellos están en el siglo XXI. Es mentira. Nos querían devolver a lo peor de nuestros XIX y XX. Y tienen aliados en el lado contrario. Desactivar a unos y a otros es la verdadera apuesta que todos estamos llamados a ganar.

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