Con datos constatados que las mujeres somos quienes ocupamos mayoritariamente los empleos a tiempo parcial, quienes solicitamos reducciones de jornadas (o, incluso, abandonamos el mercado de trabajo) para el cuidado de menores u otras personas dependientes en la familia. Los efectos: percibimos menos ingresos en concepto de salarios y pensiones ¿Se puede argumentar que lo elegimos libremente? La respuesta sólo puede ser afirmativa si obviamos la existencia de un sistema de dominación patriarcal que asigna espacios y roles diferentes a hombres y a mujeres, generando así desigualdades. Pero negar la existencia del patriarcado es difícil porque entonces ¿cómo explicamos que la mayoría de mujeres elijan de tan distinta forma a como lo hacen la mayoría de los hombres? No valen respuestas esencialistas. Eso ya pasó y no tragamos el argumento.

Sin embargo, en la prostitución o en la eufemísticamente denominada «gestación por sustitución», ese es el argumento esgrimido por quienes buscan una legitimación (aparentemente) acorde con una democracia: el derecho a decidir de las mujeres o libre elección. Que esa libertad de elección sea ejercida para permitir la utilización de los cuerpos de las mujeres, que es lo que precisamente ha venido haciéndose históricamente, ¿es casual?

La socióloga Rosa Cobo, que presentó este jueves en Alicante su último libro («La prostitución en el corazón del capitalismo», Los Libros de la Catarata, 2017), nos invita a interrogarnos «acerca de si puede haber una relación consentida por parte de quien tiene una posición social subordinada y se encuentra en la intersección de dos sistemas de dominio tan opresivos para las mujeres como son el capitalismo y el patriarcado», advirtiendo que «en las sociedades heteropatriarcales la libertad de elección de las mujeres está condicionada por la ideología sexista, que les conduce silenciosamente a replicar los roles asignados patriarcalmente». Argumenta brillantemente sobre los pensamientos legitimadores del capitalismo global, que beben de los orígenes de nuestras modernas democracias, y que configuran la libertad como «el eje sobre el que gira el proyecto social neoliberal, cuya condición de posibilidad es un concepto de libertad desvinculado del de la igualdad».

Pero libertad e igualdad son inseparables en democracia y ambos conceptos han estado unidos desde sus orígenes, si bien se han ensanchado y resignificado por la presión para incluirse en ellos de sujetos excluidos o incluidos precariamente. Mi colega constitucionalista Eva Martínez Sampere afirmaba que la democracia supone «el paso de la libertad como no interferencia a la libertad como no dominación». Dicho de forma menos aguda e inteligente, supone el paso de la igualdad formal (o aparente) a la igualdad efectiva (o real). Porque la dominación sólo es posible en un contexto de desigualdad real. Y en este contexto, apelar la libertad sólo sirve para perpetuar la dominación.