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Niños de hoy

La mierlita

Hace unos días mi amigo César me contó algo que me hizo pensar acerca de las virtudes educativas de la intervención adulta en el tema de las pérdidas y otros dolores. Venía a ser algo así: «En una de las actividades que hago en la biblioteca, entablé conversación con una mamá. Hablábamos de cuentos y salió a relucir el popular relato de la Mierlita, de tradición oral y muy conocido, sobre todo por tierras castellanas. Ella me comentó que no se lo leía ni se lo contaba a su hija, porque se ponía triste al ver cómo la zorra se iba comiendo uno a uno a los mierlitos. Yo le dije que creía que no convenía negar la existencia de la muerte y le sugerí que comentase con la niña el hecho de que si los zorros no comieran mierlitos o algún otro animal, serían ellos mismos los que morirían. Y es que la vida y la muerte son las dos caras de una misma moneda».

Me gustó la forma sencilla y refranera con la que César nombraba lo que para muchos padres de hoy es casi innombrable, y también el realismo natural con el que le sugería a aquella madre que abordara el tema de la muerte con su hija. Y es que creo que lo razonable es que los adultos ejerzamos de adultos y que no disfracemos las cosas, ni engañemos a los niños con la excusa de evitarles un disgusto o una tristeza. En realidad los que nos ahorramos el malestar somos nosotros al evitar enfrentarnos a un tema que no es tan alegre como los que solemos ofrecer a los niños en esta época en la que el placer parece ser el bien más preciado.Más de una vez he tenido oportunidad de hablar de esto con los padres de mis alumnos, cuando surgían situaciones que lo requerían, como el día en que el papá de una de las niñas llegó tarde a recogerla, porque había estado buscando desesperadamente un pez que fuera idéntico al que tenían en casa y acababa de morir. «¿Cómo iba a consentir que llegara la niña a casa y viera a su pez flotando panza arriba?», decía alterado.

En otra ocasión se trataba de un gato que fue atropellado. La madre de mi alumno también intentó buscarle sustituto, pero no lo consiguió. Entonces pensó consultarme qué me parecía la explicación que había ideado para conformar al niño ante la ausencia del gato. Había pensado decirle que «el gato se había tenido que ir a hablar con su novia y explicarle que sentía no poder vivir con ella, tener muchos hijitos y ser felices todos juntos, pero en la casa en la que vivía sólo querían una mascota». Al oír aquella especie de sainete gatuno me quedé tan perpleja que se me notó. Y le pregunté directamente por qué no le decía sin más a su hijo lo que había pasado. ¡La reacción fue tremenda! Que cómo iba a decirle eso sabiendo que sufriría. Que estaba muy apegado al animalito. Que sólo tenía cuatro años y no sospechaba la existencia de la muerte. Cuando acabó sus exclamaciones, me miró con seriedad y me preguntó:

-¿Pero de verdad crees que sería bueno para él que le dijera que su gato ha muerto?

-Sí, sería la manera de ir conociendo que la muerte es una realidad, que todo ser vivo ha de morir, y que hay que cuidarse y valorar la vida. Es posible, desde luego, que cuando le digáis al niño lo ocurrido aparezcan sentimientos de tristeza o rabia. Acompañadlo hasta que se le pase el disgusto y haced alguna despedida que le permita dar un final a su amistad con el gato. De otro modo el tema quedaría inacabado y la relación interrumpida sin ponerle palabras, sin simbolización. Además, si se enterara después de lo ocurrido, se sentiría engañado. Decirle la verdad es confiar en que podrá asumirla. Es un aprendizaje que se le brinda, es considerarlo capaz de empezar a comprender el ciclo de la vida con sus fortalezas y sus fragilidades.

En mi escuela siempre nos ha ido bien utilizar la vida diaria para ir hablando del tema poco a poco. Que si se ha muerto el escarabajo, que si han enterrado al perro de Elena, que si hemos encontrado un pájaro muerto. ¿Por qué no aprovechar esas pequeñas muertes que van preparando a los niños para tomar conciencia de que sí que existe «esa muerte que dura toda la vida»? Recuerdo a una niña de cinco años, inquieta, habladora, juguetona y vital, que de un día para otro dejó de moverse, de jugar y de charlar. Se mostraba seria, taciturna, como si estuviera enferma. Se lo comenté a su madre y le pregunté si le había pasado algo que justificara aquel comportamiento.

-No sé -me dijo-. Como no sea por lo que le dije el otro día. Me preguntó si ella tendría que morirse. Y yo, para que no se asustara, le contesté que si se portaba bien, no.

Los niños pueden ir entendiendo la complejidad de la vida e intuyendo la realidad de la muerte si se les explica con palabras sencillas y claras, si no se les niega la verdad, si se les permite hablar sobre ello y preguntar lo que necesiten. Es decir, si recorren el camino de crecer de nuestra mano, poniendo la confianza en que ellos, como todos hemos hecho, pueden y deben ir asimilando que hay vida y hay muerte, y que, como decía César, no son más que las dos caras de una misma moneda.

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