En medio de la confusión reinante, es siempre bienvenida la mirada de un gigante del pensamiento crítico, como es Jürgen Habermas, un potente foco de luz que se alza sobre la pesadumbre que se cierne sobre Europa en esta época de retrocesos, del auge de los nacionalismos y de toda clase de populismos, los cuales guardan no pocas semejanzas con los actores de tragedia que asoló a Europa tras la gran depresión de 1929.

J. Habermas, en una entrevista publicada el pasado 11 de octubre en L´Express, interpreta la voluntad de independencia manifestada en Cataluña del siguiente modo: «cuando por razón de una creciente desigualdad social aumentan la angustia y la inseguridad en el seno de una determinada población, existe la tentación de replegarse detrás de fronteras en las que se cree poder confiar, de agarrarse a entidades originarias tales como la nación, la lengua, la historia (más o menos manipuladas, añado). De ahí el nuevo incendio de la llama nacionalista en Cataluña o en Flandes, que no es más que un equivalente funcional del éxito del Front National en Francia».

En efecto, en el trasfondo del populismo de derechas, del nacional-populismo que se ceba sobre Cataluña, está sin duda el síndrome de la crisis económica y del descontento social que esa misma derecha catalana, después de tomar nota de la movilización del 15-M, reprimió con dureza (pidiendo penas de cárcel para quienes rodearon el Parlament), orientándose acto seguido a incorporar a los descontentos de la crisis a sus planes soberanistas, «desviando la atención pública, como señala Habermas, del destino de la izquierda entre cuyas características está el no detenerse en fronteras».

A partir de este telón de fondo, la derecha nacionalista catalana, ahora declaradamente independentista, ha sabido aprovechar el descontento social para lavar su bien acreditada fama de derecha corrupta y de adelantada implacable de las medidas de austeridad impuestas desde Europa, con los resultados que todos conocemos. La deriva de la derecha nacional-populista catalana, pues, no es más que la fuga desesperada hacia adelante con el fin de ocultar sus vergüenzas y canalizar el descontento con el señuelo de crear un Estado nuevo en el cual afianzar sus planes supremacistas.

Cuesta entender cómo ciertos partidos y movimientos que se dicen de izquierdas pueden comprar la carne podrida que les ofrece el nacional-populismo, pues no hacen sino alimentar al monstruo, al tiempo que traicionan sus ideas y los intereses que dicen defender. Basta observar la catadura de los escasos grupos y partidos que apoyan al soberanismo, en Europa y más allá, para darnos cuenta de que forman parte de una alianza de lo peor de la extrema derecha de cada casa.

La transformación del desafío independentista en una cuestión de Estado, al situarse en la ilegalidad y de frente a la Constitución, no ha hecho sino colocar a esta presunta izquierda, oportunista y falaz, bien como fuerza de choque de objetivos ajenos, bien como compañeros de viaje de un movimiento que trata de demoler la estructura constitucional y social de España. El resultado ya lo estamos viendo: una fractura social sin precedentes en Cataluña, que abarca familias, amigos, trabajadores, empresas; una crisis que condena a Cataluña a un retroceso de años, eso sin contar con el inestimable oxígeno que están dando a la derecha española.

Poner pie en pared en defensa de la Constitución es, especialmente en estos momentos, no solo un acto obligado y justo, sino la única garantía de poder superar el conflicto alimentado en Cataluña. Contra la voluntad de confundir, propagada por la potente maquinaria de la postverdad puesta en marcha por el independentismo, la defensa de la unidad y del autogobierno que protege la Constitución es el único y fundamental camino para restaurar la legalidad y la convivencia de todos.

Defender la Constitución es sinónimo de defender a los trabajadores y a los sectores débiles de la sociedad, el preámbulo que debe conducir a una reforma de la Constitución que recoja sus demandas y que actualice el marco de la convivencia entre ciudadanos y territorios. Esto es lo que, sin duda, firmaría Jürgen Habermas.