Como ciudadano mayor de edad, libre, demócrata, razonablemente formado, hegeliano y wagneriano en mis ratos libres, orgulloso de ser español y europeo, confieso el estupor y la vergüenza que estoy pasando a costa del lamentable, ilegal, antidemocrático, xenófobo, supremacista y bochornoso espectáculo que están protagonizando los líderes secesionistas catalanes y sus fanáticas huestes callejeras; una mesnada ésta provocadoramente dirigida por el poder separatista con el único fin de trasladar a la miope y desdeñosa Europa la imagen de la España brutal, violenta, retrasada y carpetovetónica que tanto gusta estereotipar la gauche divine europea. Sí, la misma progresía acomodada en la amnesia histórica que se olvidó de condenar el tiránico y genocida régimen comunista de la Unión Soviética o la China de Mao y sus crímenes. El esperpento del llamado «procés» resulta ser una tercermundista ópera bufa, un chabacano sainete del adefesio, una locura totalitaria y excluyente de la que ninguno de sus actores siente el más mínimo pudor. En este escenario de la desvergüenza independentista todos desfilan sucios, desnudos, indecentes, sin que nadie de entre ellos se atreva a decirlo. Cuanta más vulgaridad mejor resultado; cuantas más mentiras mayores cosechas. La verdad no importa, por eso es la primera víctima de esta locura sin conductor hacia el abismo.

Que Mariano Rajoy y su gobierno no hayan sabido administrar diligentemente el «problema» catalán durante los siete años que llevan en el poder -tampoco lo supo atajar el PSOE- solo demuestra el grado de miopía y desconocimiento que se tiene del cáncer del nacionalismo. Una enfermedad incurable y recidiva que debe combatirse desde los primeros síntomas; con múltiples terapias, sí, pero con firmeza, sin darle ocasión de progresar, sin permitirle inocular en el cuerpo social su peligrosa metástasis. Los nacionalismos totalitarios y excluyentes -todos lo son- se basan en principios muy simples pero firmes: la raza, la singularidad, la supremacía frente a los otros, el derecho histórico, el rechazo, las leyendas raciales, la mitología histórica y el victimismo reivindicativo. Si a todo ese conjunto de axiomas le añadimos la dosis conveniente de demagogia, falsedades y estimulación de los sentimientos más primitivos del ser humano, veremos entonces la cara del nacionalismo en su auténtica y peligrosa dimensión. La Historia está repleta de ejemplos.

Parece mentira que unos postulados independentistas exigidos desde la más flagrante ilegalidad, sin soporte alguno en el escenario de la Unión Europea, al margen de la Constitución española y del propio Estatuto de Autonomía catalán, precedido de un chantaje y unas amenazas impropias de una sociedad civilizada; parece un mal sueño democrático, digo, que todavía se alcen ciertas voces pidiéndole al Gobierno de España diálogo y mediación internacional. Los verdugos separatistas exigiendo a las víctimas sentarse en la misma mesa de igual a igual. Y si dices que esas no pueden ser las condiciones, que dichas actitudes totalitarias e ilegales no pueden convivir con la Ley ni el orden democrático, te llaman fascista y represor. Todo dirigido a la prensa internacional, especialmente la europea, con el fin de que se alineen en favor del discurso falsario, de la estética victimista, del lado de los aparentes débiles. Y lo más indignante del asunto es que hay ciertos periodistas extranjeros que, a sabiendas de su falsedad, conscientes de que están mintiendo, dibujan en sus crónicas una historia de buenos e inocentes (los líderes independentistas), frente a los malos e intolerantes (el Gobierno español, en definitiva, la España violenta y represora que no respeta los Derechos Humanos). Así lo reflejaba Antonio Muñoz Molina en un espléndido artículo en El País cuando se refería al periodista Jon Lee Anderson acusándole de mentir deliberadamente, a conciencia, cuando escribía que la Guardia Civil es un cuerpo «paramilitar».

La pasada cumbre de jefes de Estado de la Unión Europea dio su apoyo al Gobierno de Rajoy frente al desafío soberanista descartando cualquier intento de mediación. Aunque siempre hay alguna voz escondida en sus propias vergüenzas que insta al Gobierno español a dialogar con el secesionismo a la vez que reprueba lo violencia policial contra pacíficos independentistas catalanes. Es el caso del campeón de los derechos humanos, el primer ministro belga Charles Michel. Lástima que en Bélgica sigan manteniendo estatuas en recuerdo de su rey Leopoldo II, un psicópata genocida, un auténtico canalla, que hizo del antiguo Congo Belga su finca particular, su monumental negocio, a costa de que sus matones asesinaran al 20 por ciento de la población, más de cinco millones de personas. Mujeres, niños y ancianos, torturados, retenidos como rehenes para que sus padres trabajaran hasta la extenuación y la muerte. Leopoldo II murió plácidamente en Bélgica, millonario, sin juicio ni reproche. Imagino que el paladín de los derechos humanos, el belga Charles Michel, olvidó estudiar en los libros de Historia -como el de Adam Hochschild «El fantasma del rey Leopoldo»- las hazañas de su paisano, al igual que se ha olvidado de retirar sus estatuas. Para dar lecciones primero hay que aprenderlas.