DANIIL TRIFONOV. Teatro Principal de Alicante

5 estrellas

Obras de Mompou, Grieg, Barber, Tchaikovsky, Rachmaninov y Chopin.

Bises: Largo de la Sonata para cello y piano Op. 65 y Fantasie-Impromptu Op. 66 de Chopin.

Les cuento una anécdota: a mediados de este año un talentoso alumno renegó frente a mí de la versión que Rachmaninov tiene grabada de la Segunda Sonata de Chopin por ser una interpretación demasiado libre, demasiado histriónica, demasiado de otra época. Fin de la anécdota.

Hace un par de días, Daniil Trifonov, historia viva de la interpretación, mito en cuerpo presente, recaló en Alicante gracias al trabajo, nunca suficientemente alabado ni agradecido, de la Sociedad de Conciertos de la ciudad.

Hablemos claro: el piano de Trifonov es increíble, una estrella en el firmamento, la belleza absoluta, los elementos, la genialidad en esencia, la creatividad como discurso, el sonido como sustantividad, el escenario como entelequia. Y no es que lo diga yo, que también, fíjense además en las salas que le esperan, entre otras, de aquí a finales de diciembre: Carnegie Hall, Kennedy Center, de nuevo Carnegie Hall con la Orquesta del Mariinsky y su propio Concierto para piano y orquesta, Festival de Luzerna, el Konzerthaus de Viena, el Concertgebouw de Amsterdam, Wigmore Hall en Londres, la Filarmónica de Berlín. Poco más que añadir.

Por esto mismo, el jovencísimo pianista ruso representa todo lo que cualquier joven, y no tan joven, pianista desearía: vitalidad, creatividad, triunfo y libertad. Y es que si de una cosa estoy convencido es que en la vida de Daniil Trifonov nada es casualidad: su relación gestual y facial con los dibujos y descripciones que hay de Liszt tocando no es casual como no es casual que el año pasado eligiera como su primera grabación lisztciana los Estudios de ejecución trascendental: al fin y al cabo, no hay nadie hoy en día que represente como él la capacidad de transcender partitura y técnica.

Pero volvamos a su concierto en Alicante y partamos de que yo nunca he escuchado, con permiso de Arcadi Volodos, algo igual a la magia de su pianismo en las Variaciones sobre un tema de Chopin de Mompou, nada igual a su discreta pasión, a sus colores pintados al óleo en ocres y celestes, a esa tensión tan inteligentemente dirigida hacia la penúltima variación. Igualmente mágico, rico en color y en flexibilidad fue el resto del programa de la primera parte.

En la segunda parte fue especialmente significativa fue su versión de la Segunda Sonata Óp. 35 de Chopin. Si poníamos atención al tercer movimiento, la famosísima Marcha fúnebre, podíamos escuchar una versión que era antagónica a las indicaciones del compositor en la partitura en lo que respecta a las dinámicas: un crescendo progresivo desde la nada. Al hacerlo así despojó al movimiento de todo histrionismo e hizo prevalecer el sentido rítmico de la marcha. Incluso en el detalle mínimo de la resolución de los trinos de la mano izquierda con el característico ritmo de marcha, todo se convirtió en fúnebre; no había espacio para el encanto. Era la imagen aterradora del cortejo fúnebre, representación terrenal de la indefinible muerte, que se acercaba poco a poco en un crescendo continuo hasta que de repente el Trio, la bellísima sección central, se presentó, como la muerte, etérea, impalpable, incómoda. Una versión bellísima, intensa y representativa de una manera de entender la música. Ahora bien, les tengo que decir que esta interpretación es muy similar, mimetizada por momentos, a la que hace Rachmaninov -incluidos los compases añadidos en el Finale- en la grabación que recomendaba en la anécdota inicial. Esto, en lugar de minusvalorar la versión de Trifonov, lo pone en el camino de una tradición que le sitúa, sin duda, junto a Liszt, Rachmaninov o Horowitz: la del intérprete que transciende la partitura. Lo curioso es que el mismo alumno que desatendió la versión de Rachmaninov enloqueció con la del jovencísimo pianista ruso. Y es que uno, aunque sea heredero de una tradición, no puede dejar de pertenecer a la época en la que vive.