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Isabel Vicente

Opinión

Isabel Vicente

Una de ocho

Cuando lees que una de cada ocho mujeres va a sufrir cáncer de mama a lo largo de su vida, no puedes sino empezar a contar y constatar que, por probabilidades, le va a tocar a alguna mujer de la familia, a un par en el trabajo y, como poco, a otro par de las amigas; eso sin contar a las que ya lo han superado y a alguna que se ha quedado por el camino, afortunadamente cada vez menos. Esa familiaridad con esta enfermedad no reduce el miedo ni esa sensación de abismo en la boca del estómago cuando recibes un mal diagnóstico aunque sepas que el 90% de las afectadas se curan pero es inevitable que todo se desmorone. El cáncer no es de color rosa. Tras la detección empieza un proceso angustioso de pruebas, tratamientos e intervenciones, un paréntesis en tu vida que afecta a tu trabajo, a tus relaciones con los demás y a tu propia percepción de la realidad y de ti misma. Pero, siendo malos los tratamientos y las pruebas, casi peor son las esperas. Quien lo ha sufrido o ha estado cerca de alguien con cáncer sabe lo que supone esperar diez días a que te digan si ha funcionado el último ciclo de quimio o si ese bulto es bueno o malo. Noches dando vueltas en la cama sin pensar en otra cosa más que en el tumor, en la metástasis, en que te quiten el pecho, en que se te caiga el pelo; miedo a la quimio, a la radio y, sobre todo, a formar parte de ese 10% con mala suerte. Por supuesto que lo más importante son los tratamientos, pero reducir en lo posible la angustia del enfermo con apoyo psicológico y celeridad en diagnósticos y resultados, no lo es menos.

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