Maurice Blanchot, que falleció el 21 de febrero de 2003, a los noventa y cinco años de edad, es considerado como uno de los mayores escritores franceses del siglo XX. En palabras de Rafael Conte, en un artículo que publicó en el diario «El País», una semana tras la muerte del escritor, «...Leer a Blanchot es como dejarse abducir fascinado por un vértigo verbal -y "exterior"- donde el lector es subsumido en un agujero negro que se niega y rescata a la vez, ante un vértigo que conduce a la desaparición, a la fascinación ante la nada y la muerte...».

Pero, en este artículo, no he querido traer a colación a Blanchot por su producción literaria, sino por su faceta como crítico literario. En una ocasión, Maurice Blanchot afirmó que «...un libro ya no pertenece a un género, todo libro remite únicamente a la literatura. Pertenecer o no a un género, aceptar la norma que éste impone, transgredirla, no atenta contra el ser de la obra: el texto permanece, pueda o no clasificarse...».

Por eso, yo me pregunto si, una sociedad como la nuestra, en la que los aspectos audiovisuales se valoran tanto o más que la palabra impresa, el guión cinematográfico debería considerarse un género literario. Yo creo que sí, pues el prestigio de cada género literario depende de la época, de la visión del lector y de muchos otros factores.

La historia del cine ha consagrado grandes guionistas y grandes guiones, algunos basados en novelas, otros escritos de manera expresa para ser plasmados en el celuloide. Quién no recuerda guiones y películas como El Padrino, Ciudadano Kane, Eva al desnudo o Pulp Fiction.

Otras películas, además de por sus guiones, han sido famosas también por su banda sonora. Tal es el caso del filme Días de vino y rosas, dirigido en 1962 por el norteamericano Blake Edwards, que contó con música compuesta y arreglada por Henry Mancini, el mejor músico que ha dado Hollywood. El reparto estaba encabezado por Jack Lemmon y Lee Remick, que ganaron, respectivamente, el Oscar al mejor actor y mejor actriz.

Días de vino y rosas es además una de las películas que han reflejado de una manera más cruda el abismo en el que caen las personas aquejadas de alcoholismo. Muestra de una forma absolutamente descarnada como la felicidad de una pareja se ve degradada por las adicciones y relaciones destructivas, fruto de su dipsomanía.

En nuestro país, el consumo de alcohol es un problema grave, sobre todo porque cada vez afecta más a los jóvenes. Según datos del informe «EDADES», elaborado por la Delegación del Gobierno para el Plan Nacional sobre Drogas, la edad media del inicio de consumo de las drogas legales, alcohol y tabaco, en nuestro país se sitúa en los 16,4 y 16,6 años respectivamente.

De acuerdo con la misma fuente, en los últimos 12 meses, la proporción de personas aquejadas por intoxicaciones etílicas se sitúa en el 16,8%. Las borracheras se encuentran más extendidas en el grupo masculino y, con relación a la edad, se observa que, a medida que ésta aumenta, disminuye la prevalencia. Es decir, es en la franja de menor edad (15 a 24 años en el caso del estudio) en la que se produce el mayor grado de borracheras agudas.

Con todo, lo más preocupante, es que la percepción de riesgo entre la población, especialmente entre los jóvenes, que en el caso de sustancias como la heroína es muy elevada, baja de una forma alarmante cuando se pregunta por el alcohol. Menos de la mitad de la población considera que el consumo de cinco o seis copas los fines de semana pueda considerarse una conducta de riesgo.

En los años noventa del siglo pasado no era infrecuente que nos encontráramos por la calle jeringuillas por el suelo, incluso un diez por ciento de la población afirmaba haber visto alguna vez a alguien inyectándose heroína. Hoy en día, por fortuna, estos escenarios son muy minoritarios. Sin embargo, a nadie asombra que un 45% de las personas encuestadas afirmen que es frecuente encontrar personas borrachas o haciendo botellón en su entorno.

Elche no es una excepción. Muy al contrario, todos sabemos, en nuestros barrios y pedanías, donde se reúnen los jóvenes, casi niños en muchos casos, para hacer botellón; estos botellones son habituales todos los fines de semana, pero llegan a extremos indignantes durante las fiestas de agosto y las de las diferentes pedanías.

Muchos nos preguntamos cómo se podría atajar este problema y la respuesta más obvia es una combinación de dos términos que parecen antagónicos: educación y represión. Se ha hablado mucho en la prensa en las últimas semanas de la forma en que Islandia ha conseguido reducir de una forma drástica el consumo de alcohol y tabaco entre su juventud, mediante un programa conocido como «Youth in Iceland».

El programa se basaba en medidas preventivas, consistentes en informar a los niños de los efectos negativos de las drogas, y a los padres de la importancia de su papel como factor preventivo para sus hijos, pasando más tiempo con ellos, apoyándoles y vigilándoles.

Al tiempo, las autoridades islandesas incrementaron los fondos destinados a actividades deportivas y lúdicas para los adolescentes. Pero también, desde 2002, se prohibió que, salvo excepciones, los niños menores de doce años y los adolescentes de trece a dieciséis años anden solos por la calle después de las ocho y las diez de la noche respectivamente.

Soy consciente de que Elche no es Islandia. Pero sí estoy convencido de que debería iniciarse una campaña de concienciación contundente en colegios e institutos, acompañada por una potenciación de las actividades de ocio saludable ya existentes. Pero también una política coercitiva que pusiera el acento en la responsabilidad de los padres respecto del comportamiento de sus hijos, imponiendo multas a los progenitores que eludan su responsabilidad «in vigilando».