No sé por qué, esto de la fractura catalana me recuerda a una Entrada o una Cabalgata rota por el agua, colapsada por la gota fría, suspendida por la tormenta. Los relámpagos se ven venir, los truenos rugen cada vez más fuertes, pero nosotros hacemos como si nada. Cada cual sigue en su puesto. Los músicos se entregan a fe. Los festeros no miran al cielo. Y ningún espectador se apea del asiento. Hasta que comienza la tromba. Y en sólo unos segundos el panorama se modifica. Sálvese quien pueda.
La gente corre y se resguarda. Las calles se quedan vacías. La música para en seco. Incluso las luces, tras alguna descarga potente, se apagan. «Esto se ha jodido», apunta algún directivo sincero. Unos cantan, como disimulando el contratiempo. Otros lloran. Al principio no se lo creen. Luego vienen los arrebatos de rabia.
Pasada la nube, la inercia festera hace que todos traten de recomponerse. Y aparentemente lo consiguen. El regreso de la música es fundamental. Los dos golpes de bombo avisando la reanudación del desfile son la contraseña. La gente, poco a poco, vuelve a salir de sus escondites. Algunas filas están mermadas. Y los espectadores, al principio tímidamente, vuelven a ocupar sus sillas, aunque muchas de ellas hayan sido arrastradas por el aguacero.
Después las crónicas dirán lo que quieran. Con optimismo, certificarán que la lluvia no pudo aguar la fiesta. Que la normalidad se impuso. Que todo volvió a ser como antes. Pero nada más lejos de la realidad. A mí, personalmente, esta situación, que he vivido más veces de las deseadas, me violenta enormemente. A partir de entonces ya nada es lo mismo. Ni ese desfile «por» y «para» el que nos hemos preparado durante un año. Ni la fiesta en su conjunto. Eso siento, no sé por qué, con mi país y mi democracia. Estoy violentado. Y lo seguiré estando, porque esta fiesta ya está rota para varias generaciones.
