Para que se pueda declarar la libertad o la independencia -podríamos recitar junto a los clásicos del pensamiento constitucional de la época de las grandes revoluciones burguesas- uno tiene que ser antes independiente y libre, aunque ese estado no se alcanza si no es en y por su declaración».

Aunque todavía nos proporcione motivos para la reflexión, aquélla época revolucionaria, preñada de grandes y solemnes declaraciones, ha pasado a mejor vida. A día de hoy, hay que aceptar humildemente que, sea a escala individual, sea a escala colectiva, nadie es absolutamente libre o independiente para hacer lo que quiera, sino que todos, inclusive los independentistas, nos movemos y nos reconocemos en relación con los otros, no en el soliloquio.

Lo mismo sucede con las solemnes declaraciones de guerra que se estilaban, como formalidad vinculada al ius ad bellum, muchos años atrás, cuando estados belicosos se declaraban la guerra a menudo, como paso previo para mostrar su determinación. Tampoco hoy las guerras se declaran necesariamente: se hacen de diferentes maneras, bien sean cibernéticas, culturales, económicas, secretas o mediáticas, sin que por ello sean menos efectivas que las declaraciones formales de antaño.

Entre estas dos realidades nos encontramos, en relación al conflicto, éste sí, clamorosamente presente en Cataluña, a la espera de la carta de respuesta de Puigdemont a la clarificación de su posición reclamada por el Gobierno de España.

La cosa, pues, está como sigue: por una parte, no hay una declaración formal de independencia, o sí, pues el Parlament como tal no se ha pronunciado, sino sólo Puigdemont, que reconoce la independencia como resultado del referéndum ilegal, aunque acto seguido declara que anula temporalmente sus efectos y, poco después, junto a otros diputados y diputadas independentistas, firma un papel que no tienen más valor (jurídico) que sus propias firmas. Pero por otra, materialmente, es decir, de hecho (puesto que la independencia de una parte del territorio de un Estado democrático de Derecho, sólo puede ser impuesta de hecho, no de derecho, además de que tiene que ser reconocida por la comunidad internacional) el proceso independentista, largamente larvado y estratégicamente preparado, sigue su curso, que tiene como señal de partida, sin aparente retorno, la aprobación, con burla al Parlament, de las llamadas leyes de referéndum y de desconexión, suspendidas ambas por el TC.

Por tanto, la respuesta de Puigdemont no puede ser sino tan ambigua como ambigua es su posición, prisionero de las brutales presiones a que se ve sometido; por tanto él mismo no es libre, independiente. En la confrontación entre el deseo particular y el principio de realidad (la cual, ciertamente, a todos nos atenaza en algún momento de nuestra existencia), Puigdemont, el nuevo bonapartista, epígono de la vieja burguesía catalana, se debate entre llevar a la ruina a Cataluña, ver cómo su PIB retrocede espectacularmente por la deslocalización del dinero y la empresas, cómo señala la salida de Cataluña de la UE por la puerta de atrás, cómo la sociedad catalana se divide peligrosamente, cómo se arriesga a un enfrentamiento en las calles, y el compromiso que ha adquirido con las fuerzas antisistema (que no sólo son las CUP), las cuales han jugado el patético papel de ser la punta de lanza de intereses ajenos.

La respuesta, pues, del Gobierno, arropado por el bloque constitucionalista, con todos los matices que se quiera, tiene que ser clara, aceptando el reto de la ambigüedad reinante; claro en el sentido de que, si es el caso, la ambigüedad tiene que ser despejada, pues es la táctica preferida de quienes están inmersos en un golpe al Estado constitucional. Por otra parte, la puesta en marcha del art. 155 de la Constitución- que no es el bálsamo de Fierabrás ni la única herramienta a disposición del Estado para recobrar la normalidad constitucional- en sus evidentes limitaciones, como corresponde a un Estado de Derecho, tiene que orientarse a evitar que se continúe adelante con los planes independentistas, es decir, evitar que materialmente, éstos se puedan imponer por la fuerza. Pero esto es otra historia.

El ámbito de la negociación, que necesariamente debería de venir si se quiere evitar conflictos presentes y futuros, solo puede ser efectivo si se regresa a la casilla de salida, esto es, al marco constitucional. La puerta abierta que supone la admisión por parte del PP de una reforma de la Constitución, alimenta la esperanza de que ello es posible: de hecho, el único camino. Una reforma que debe apuntar a otros muchos aspectos, tan importantes, si no más, que la cuestión catalana, dentro del respeto a los principios de igualdad y solidaridad que nos definen como Estado.