Tras el discurso del President del pasado martes, con esa declaración interrupta de independencia, ese sí pero no que a más de uno dejó con la boca desencajada, la CUP ha decidido empujar a Carles Puigdemont a la decisión final. Eso estira la cuerda entre Cataluña y España todavía más. Y, como en las mejores películas de acción, el relojito rojo de la cuenta atrás tiene un límite claro, un clímax perfecto. El lunes a las 10 de la mañana, el President tiene que llamar a Mariano Rajoy para explicarle lo que sucedió en el Parlament esta semana; es decir, si hubo sí pero no, o no pero sí, o qué es lo que ocurrió en realidad.

Porque puede que le viera las orejas al lobo (tantas empresas y tantos bancos marchándose de Cataluña es un buen argumento), o quizá se dio cuenta de que no era oro todo lo que relucía, que en el arcoíris de la independencia que se atisbaba al horizonte empezaban a crearse nubarrones que impedían ver el sol. O tal vez sea como en el conocido cuento de Andersen, «El traje nuevo del emperador», solo que aquí nadie le gritó a Puigdemont que iba desnudo, sino que él mismo acabó viéndose al espejo y bajó los hombros. Si uno se desprende de la capa que nos cubre a todos, que es la Constitución, y sale del paraguas protector de Europa, está claro que muy lejos no va a llegar. Puigdemont lo sabe. Y los miles de personas que salieron a la calle esa noche y pasaron de la euforia a la decepción también comienzan a intuirlo. Hay una serie de fotos de aquel momento que ilustra a la perfección la debacle emocional de nuestro país: el independentismo sufrió la derrota de su equipo en el último minuto y por un autogol. Los no independentistas, desde el otro lado, comprobamos que nuestra preocupación era sincera y que, aún más, el enfado colmaba el vaso. Seguramente haya alguien ya echando cuentas, pero estaría bien saber el dato: ¿cuánto ha costado, en dinero público, esta aventura del «procés»?

Así que el ultimátum concluye el próximo lunes por la mañana y me imagino a Puigdemont y a Rajoy frente a los teléfonos de sus respectivos despachos, confiando, el uno y el otro, en que el aparato sonará y será en señal de rendición. Sin embargo, a estas alturas nadie va a claudicar, porque sería reconocer la derrota. El empecinamiento del President de Cataluña tiene hasta sentido, porque todo parece formar parte de una planificada hoja de ruta para conseguir más competencias, más autonomía, un estado federal? Y parece que hasta puede conseguirlo, para regocijo de los burgueses de la antigua CiU. Por el contrario, Oriol Junqueras es el más perjudicado en esta historia. Y es que él creía en todo esto, pensaba que era real, que se tirarían por el precipicio y que, de pronto, una lona gigante aparecería de la nada para salvarlos a todos. Es la sutil diferencia entre los dos. Junqueras está dispuesto a morir por su pueblo, como parte de un suicidio colectivo, como aquella masacre de Jonestown. Incluso su perfil espiritual y religioso le permite pensar en la salvación del alma, en que siempre hay una esperanza. A pesar de todo, en el viaje conjunto de estos últimos meses, ni Puigdemont ni Junqueras calcularon tres puntos clave: los bancos y las empresas que se irían, la reacción del resto de España en favor de la unidad y, lo más importante, la inteligencia y la paciencia táctica de Rajoy y el sentido de Estado de Pedro Sánchez.

Hace pocos días publicaba en este mismo periódico un artículo, titulado con esa expresión tan nuestra de «què fem del caldo?». El lunes, cuando el ultimátum expire y el relojito rojo llegue a cero, Puigdemont tiene que frenar. Porque del caldo da igual hacer arroz o fideos. Si no frena, si no recapacita, habrá que tirar a la basura todo el caldo. Y llevamos demasiado andado desde la Transición como para ponernos a estas alturas a empezar de cero. Por eso es importante el minuto antes, las 9:59 del lunes. Es el momento del diálogo, de las palabras, de la Paz. Parece que estamos en ese camino. Solo hace falta que el hombre religioso y espiritual deje de creer un segundo en la salvación de su alma. Y es que, al final, como siempre, terminamos topando con la Iglesia.