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Resistencia pasiva

Nos hemos colocado cerca de la orilla y alejadas de la gente para molestar lo mínimo

A pesar de la bruma marina que otorga al paisaje un aire algo hibernal y misterioso, como de cuento, esta mañana el sol brillaba con intensidad y el mar lucía plano como una gran moqueta gris azulada. En el horizonte, un velero se perdía en la inmensidad del paisaje infinito mientras yo apuraba mi café con leche de avena. Atraídas por esas aguas que parecían tan apetecibles, bajamos a darnos un baño a la playa. Me acompañaban mi hermana Aran con coleta alta, camisola negra y bolso naranja a rayas blancas y Sasha, mi perra, que se contoneaba con la elegancia de una gran dama atada a su correa roja. El paseo del Canadell olía a café y a humo de hoguera.

Nos hemos colocado cerca de la orilla y alejadas de la gente para molestar lo mínimo.

Cuando te encariñas con un perro huyes de quienes no lo aceptan. De entrada, Sasha ha diezmado mis relaciones sociales, tanto las presentes como las futuras. Ahora sólo cabe relacionarse con amantes de los animales lo cual no deja de ser un buen filtro.

Un pequeño cartel prohíbe perros en la playa pero aunque suelo ser una fiel defensora de la legalidad, detesto las pequeñas prohibiciones sin matices que no aportan nada útil a la sociedad. Esa prohibición tiene sentido en verano cuando en la playa no cabe ni un alfiler entre toallas, sombrillas y gente jugando a las palas. Pero en invierno, con cuatro gatos metiendo los pies en la orilla y la arena casi vacía, es absurdo que un perro no pueda pasear por la playa. Además de que hay perros y perros, como sucede con los seres humanos. A algunos indeseables yo también les prohibiría entrar en la playa. Como esos pervertidos que aparentan tomar el sol mientras fotografían los cuerpos de las chicas. ¿Porqué no hay un cartel que prohíba la entrada de semejantes especímenes?

Una semana encerradas en casa y con los hombros casi rozando las orejas de la tensión acumulada, pendientes de las locuras de «Puchi» y compañía, y de las inefectivas reacciones del Estado Central nos han destrozado los nervios a todos. Y nos urgía un baño de mar para renovar la energía. Tal vez el último baño del verano, aunque oficialmente ya estemos en otoño.

Sasha no ha tardado ni un segundo en entrar en el agua y yo la he seguido. Un agua tan cristalina como helada y que me ha hecho temblar de frío. Dicen que para no sentir frío una debe mentalizarse de ser uno con el agua, algo así como formar parte del todo. Concienciarse de la no separación de las partículas. Aunque me he concentrado y he tratado de visualizarlo me he congelado viva. La recompensa ha llegado después sobre la toalla. Unos minutos al sol me han hecho alcanzar el Nirvana. Y justo en ese momento culminante una señora de cabello corto y blanco y voz de pito ha venido directa a increparme:

-¡Els gossos no poden estar a la platja!

-Ahora nos vamos señora, le he respondido con fastidio.

La buena mujer se ha metido en el agua y se ha ido a nadar dejándonos a mí y a mi hermana con cierto malestar y agobio. He atado a Sasha a la correa y esta se ha quedado sentadita a mi lado en modo esfinge. Entonces me he apoyado en la perra y le he dicho a mi hermana:

-¡Encima coge y se va a nadar! Que llame a los «mossos» que yo ejerceré mi derecho a oponer resistencia pasiva. Si nos quiere fuera de la playa que nos arrastren por la arena que yo de aquí no pienso moverme.

Me encanta reírme con mi hermana.

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