Nada está resuelto. Todo puede pasar en estas semanas, incluso lo peor. Josep Borrell, que el jueves no podía avanzar en la recepción del Palacio Real felicitado por su gran discurso en Barcelona, es muy pesimista. Alfonso Guerra, otro personaje aplaudido por sus rotundas declaraciones en Onda Cero - «la escuela en Cataluña está llena de rufianes»- tampoco es optimista y cree que vamos con retraso. Formalmente, ya saben: la clave es si Puigdemont dirá que sí o que no proclamó la independencia. Puede enviarle el mismo discurso, que es oficial al pronunciarse en sede parlamentaria, para que Mariano Rajoy lo interprete; o cualquier otra añagaza, cuanto más ridícula mejor. Hay que ganar tiempo a la espera de que «Madrid» ayude con sus torpezas. Pablo Casado, portavoz del PP, ya colaboró al anunciar que «Puigdemont puede terminar como Lluís Companys» ignorando, mejor que sea solo ignorancia, que Companys fue fusilado en Montjuich tras ser detenido por la Gestapo. Por suerte, el incendio se sofocó. Pero todos saben que la situación sería otra de no haber llamado a los alcaldes a comparecer ante el fiscal convirtiéndolos en héroes en su pueblo y, sobre todo, si la Policía no hubiera entrado en los colegios tras la espantada desleal de los Mossos. Tiempo habrá para identificar a los responsables de semejante estropicio de imagen que tanto agradecieron los independentistas. Eso fue clave para internacionalizar el conflicto y dañar las marca España y Barcelona. Hablemos de lo que se nos viene encima.

Puigdemont es hoy el hombre más presionado del planeta. Le aprietan los suyos, lo pone ante la Ley el Gobierno español y le da un portazo tras otro el mundo: Junker ya le ha dicho que no quiere 89 países en la Unión Europea y que por tanto no abrirá esa puerta a Cataluña ni a todos los que sueñan con independizarse en el continente; Estados Unidos, México, Brasil y Canadá le han reiterado que cualquier diálogo pasa por la Constitución española. El Nacional.Cat, diario digital que dirige José Antich, asegura que hay doce países dispuestos a reconocer la República independiente de Cataluña. Pero el propio Artur Mas -¡cómo estarán las cosas para que Mas sea el razonable y moderado!- avisa que proclamarse independiente, si los demás no te lo reconocen, no sirve de nada. Entrará en la lista de «traidores» de la CUP -antes solo estaba en esa lista como corrupto, junto a Pujol- y de la ANC -Assamblea Nacional de Catalunya- que el propio Mas infló con tantas subvenciones. A crédito, por supuesto.

Sin embargo, ante la fuga de bancos y empresas -van por 540 en un mes- y la alarmante caída de caja de las pymes, el Govern ni se inmuta. «Es una salida temporal», asegura Junqueras, quién debe saber que en Quebec sucedió lo mismo y la mayoría de empresas no regresó. Que los cruceros se desvíen a Valencia y a Palma no les importa y que se cancelen las reservas de hoteles en una economía cada vez más de servicios, tampoco. La alcaldesa Ada Colau, inquieta, ha convocado el martes a patronales y sindicatos mientras la ANC, aunque dividida, va repartiendo instrucciones para bloquear accesos a la Generalitat, Parlament, TV3, estaciones de tren y aeropuertos durante una semana si, por el artículo 155 de la Constitución, se suspende la autonomía. Quizás estos días de relativa distensión, aplicada hábilmente por Rajoy, habrán ayudado a que alguien recapacite pero, aunque no sean dos millones sino uno, o incluso medio, dispuesto a tomar la calle, la perspectiva es inquietante. Y con grave división en los Mossos, siempre impredecibles.

Quizás la salida sea reformar la Constitución como ha exigido Pedro Sánchez y convocar elecciones en Cataluña; lo primero es interesante; lo segundo, la ruleta rusa. Según Albert Rivera, se podrían ganar, pero para el expresidente José Montilla, el independentismo, humillado, barrería. Cualquier decisión exige mucho tacto. 30 años de dejación, tras siglos de reivindicación, no lo resuelven unos jueces. Esperanza y temor.