Crecí con la democracia, percibiendo en numerosas ocasiones el pesado lastre de la época negra de la dictadura que arrastrábamos todos. A veces miraba con cierta envidia a los ciudadanos de otros países, mientras cantaban con ilusión el himno de su país al inicio de una competición deportiva. Nosotros, acomplejados desde tiempo inmemorial, no sólo no tenemos letra para poderlo cantar, sino que hemos sufrido la injusta apropiación de los símbolos patrios por parte de la derecha más rancia, que nos privó al resto de la población de poder usarlos. Al propio tiempo, la izquierda más rancia nos hizo padecer acomplejadas elipsis para evitar pronunciar el nombre de España y nos impidió poder lucir nuestra bandera para distinguirnos de los fachas. La mayoría andábamos huérfanos de patria.

Esta era la situación hasta que vino Puigdemont con sus proclamas arcaicas, con sus cuentos de hadas de la Arcadia feliz catalana y nos sacudió la tontería colectiva de la que habíamos sido todos presas desde que felizmente enterramos a Franco. Debido al ataque sin precedentes en nuestra democracia por parte de Puigdemont, Forcadell y sus secuaces a nuestro Estado de Derecho y a la integridad de nuestro país, ha surgido un movimiento ciudadano de sano y moderno orgullo patrio y de defensa pacífica de la unidad de España que está dejando a los independentistas con el culo al aire. La gente ya no se corta porque, como dice un vídeo de los cientos que he visto estos días, pero dicho en plan más fino, nos han tocado demasiado las partes pudendas con sus insultos, manipulación de la infancia y arrinconamiento de todo lo español desde hace años. Y eso que muchos catalanes son hijos de andaluces o extremeños, por lo que el independentismo en estos ciudadanos en concreto resulta bastante ridículo.

Es cierto que no sabíamos los españoles que lo éramos hasta que vinieron unos iluminados que se huelen el sobaco en público a decirles a millones de catalanes que iban a dejar de ser españoles. Y ha sido tal la reacción popular que el sentimiento de solidaridad por lo injusto del asunto se ha extendido por toda España como reguero de pólvora. Y, tal vez escuchando este clamor, los partidos constitucionalistas se han unido por fin en defensa de nuestra democracia, como se vio en la asistencia masiva a la recepción del Día de la Hispanidad en el Palacio Real. Es un impresentable, pero al menos por esto hay que darle las gracias a Puigdemont.