Creo que el Premio Nobel de Economía es un Premio Nobel de Literatura para empollones. Este año, el Nobel de Economía es para el estadounidense Richard H. Thaler, un tipo que ha estudiado literariamente la incorporación de la psicología a la economía y que sostiene algo que usted y yo hemos pensado miles de veces sin que los suecos reconocieran nuestro talento: las decisiones económicas no siempre obedecen a criterios racionales, sino que dependen de variables psicológicas que pueden desviarlas de un comportamiento económico, digamos, racional.

No son sólo las matemáticas, amigos. En las decisiones económicas influyen cosas tan poco matemáticas como la solidaridad o la envidia, la falta de autocontrol o el «venirse arriba», la intuición (que no siempre es la razón cuando tiene prisa) o la más descarnada sinrazón.

El profesor Thaler está convencido de que en la raíz de esa crisis (la forma elegante de referirse a la estafa en toda regla que nos han colado a mayor gloria del capitalismo inmortal) que ha conseguido convertir la lucha de clases en una pregunta del Trivial hay más elementos psicológicos que racionales. Ahí queda eso. Entonces? ¿qué pasa con el fútbol? El fútbol es una rama de la Economía, que a su vez es una rama de la Psicología. Es imposible entender nada si se quiere entender todo, del mismo modo que utilizar las matemáticas para rellenar una quiniela no garantiza convertirse en millonario.

El doctor House pretende, moviéndose apoyado en su bastón por los pasillos del Hospital Princeton-Plainsboro, encontrar la razón en el caos de síntomas rarísimos en el inflexible plazo que marca la duración de un capítulo. Pero el doctor House no tiene nada que hacer fuera de su hospital porque ese médico con malas pulgas y poca paciencia, que afirma que la esperanza es para los cobardes, no habría sido capaz de prever la dichosa crisis económica que todavía nos sigue torturando, y ni en sueños habría sido capaz de imaginar a la deliciosa selección de Islandia disputando un Mundial.

Las asquerosas millonadas que inundan el fútbol no tienen ningún sentido futbolístico ni económico, y sólo desde la psicología podríamos atisbar los motivos por los que el Barça fichó a Douglas, por qué muchos multimillonarios se pelean por meter la pata (a menudo en todos los sentidos) en equipos de fútbol (siempre que sean glamurosos, claro), por qué Aduriz es mejor jugador a medida que va cumpliendo años, por qué la personalidad de un entrenador puede cambiar la fisiología de un equipo de fútbol, por qué la teoría de la flor de Zidane es tan digna de tener en cuenta como la teoría de cuerdas que defiende Sheldon Cooper, por qué tantos seguidores de la selección española pitan a Piqué haga lo que haga y diga lo que diga, por qué la selección alemana es siempre la selección alemana mientras que las selecciones brasileña, holandesa o argentina no siempre son las que son, y por qué las «rachas» existen sin que nadie sepa por qué una racha empieza a ser una racha o, de repente, deja de serlo.

Y, sin embargo, aunque el fútbol (a diferencia de las enfermedades a las que se enfrenta el doctor House) es irracional, resulta que, como decía Lineker, casi siempre gana Alemania, la cosa casi siempre está entre el Barça y el Madrid, los grandes jugadores besan el escudo que mejor les pague, sólo Messi puede hacer que la selección argentina desespere a los argentinos y los islandeses, ay, no ganarán el Mundial de Rusia. O sí. Yo qué sé. La sonrisa del Premio Nobel de Economía me hace dudar.