No somos obedientes por naturaleza, pero en el transcurso de nuestra vida aprendemos a serlo. La infancia es la que marca un antes y un después en el arte de obedecer enraizada en una línea educativa determinada pero, sobre todo, en las consecuencias del comportamiento que son las que realmente señalan el sentido de la obediencia. En condiciones normales cualquier persona es susceptible de plantearse cuestionamientos éticos o morales ante una orden que considera desproporcionada o fuera de lugar, pero lo milagroso es que más del sesenta por ciento de las personas obedecerán la orden.

Un famoso experimento realizado por el psicólogo social Stanley Milgram en la Universidad de Yale (1961), demostró que personas voluntarias eran capaces de suministrar descargas eléctricas muy dolorosas siguiendo únicamente las instrucciones del experimentador, desconociendo estas que el individuo que recibía las descargas en realidad era un actor que simulaba dolor. Cuando le surgían dudas para continuar únicamente necesitaban un poco de ayuda mediante una orden imperativa: «el experimento requiere que usted continúe» o «es absolutamente esencial que usted continúe».

Los ámbitos de la obediencia son múltiples, entre otros, el religioso, el solidario, el militar, el voluntario, el sociológico y, en demasiadas ocasiones, contrapuestos, obligándonos a priorizar en base a nuestra educación, ideas, creencias o fuente de poder. Para una persona religiosa los mandatos de Dios son prioritarios sobre todos los demás, pero se pueden poner en cuestión y entran en crisis cuando han de elegir entre obedecer el precepto divino o el humano. El ejemplo más extremo sería la contradicción entre el «no matarás» y la orden castrense de matar a tu enemigo.

Desde el marco sociológico, el principio de la obediencia se encuadra en la autoridad legítima, tal y como promulgó el sociólogo alemán Max Weber. Se propone una diferencia entre la legitimidad y el ejercicio del poder basado en la superioridad. De ahí que la política moderna se base en la democracia para administrar esa legitimidad a los gobernantes, que son elegidos por la mayoría y ejercen el poder desde una vertiente legalmente establecida. Romper esa legalidad significa la salida de la obediencia al sistema y la rotura del principio de autoridad.

Bajo este último supuesto la autoridad deslegitimada puede arrastrar a las personas a la contradicción teniendo que elegir desde sus ideas, creencias y línea educativa cuáles son los preceptos a seguir, poniéndolos en un brete entre la desobediencia legítima y la obediencia deslegitimada.

Esta confrontación ineludiblemente los llevará a la disonancia, es decir, a la disconformidad, pudiendo desembocar en el caos.