En el Diccionario de los sentimientos de J osé Antonio Marina y Marisa López Penas no aparece el que mejor podría aplicarse en estos momentos a un número de catalanes afectados por la euforia del movimiento independentista, ese movimiento que desprende una energía expansiva contagiosa y que desemboca en pasión emocional colectiva. Ese delirio en el que se encuentra inmersa una parte de Cataluña es una mezcla de alegría, júbilo, felicidad, todo aliñado con unas gotas de soberbia y desdén hacia quienes no comparten su punto de vista.

Esa pasión emocional colectiva ha ido in crescendo desde la Diada de 2012 cuando, bajo el lema Cataluña, nuevo estado de Europa, los manifestantes exhibieron músculo independentista y secesionista. Quienes acudieron a aquella manifestación sabían lo que reivindicaban y muchos recordarían el revés que dos años antes les había propinado el Tribunal Constitucional con el recorte de varios artículos de su reforma del Estatut, aprobado, no se lo pierdan ustedes, en 2005. De modo que varios años después, con sus correspondientes seis Diadas, resoluciones y algún referéndum, la pelota se encontraba finalmente en el tejado de la Moncloa y la tensión territorial ha acabado por explotar. La explosión no resulta extraña si se tiene en cuenta que una de las máximas de nuestro presidente del Gobierno es que el tiempo lo cura todo. A veces lo cura, pero la actitud persistente de Rajoy contribuye a que la emoción colectiva que se percibe en Cataluña en vez de curarse se va agravando con el tiempo. Mal asunto cuando en vez de diálogo y negociación lo que se impone es el atrincheramiento en las posiciones de cada uno sin ceder un ápice. Mal asunto cuando se desoye el clamor que pide una reforma de la Constitución.

Es posible que el referéndum del 1 de octubre haya sido una pantomima, una quimera y un carnaval; es posible que finalmente no haya más remedio que activar el artículo 155, pero no cabe duda de que ese día asistimos a sucesos tan graves que seguramente solo servirán para alimentar esa pasión emocional colectiva, que puede convertirse en permanente, de quienes se consideran una nación por poseer unas señas de identidad propias ?lengua e historia, es decir, una cultura (literatura, pintura, música, etc.)? y, partiendo de ellas, consideran justificado aspirar a la consecución de un Estado independiente. Y no cabe duda a estas alturas de que un determinado número de sus miembros tiene la firme voluntad de conseguirlo. No todos poseen ese sentimiento nacionalista, pero quienes lo poseen han interiorizado que esa doctrina lleva aparejado el derecho a ejercer el poder soberano en el territorio donde se vive, es decir, a cada cultura le corresponde un Estado. Los gitanos, estando en condiciones similares, con una raza distintiva, sin embargo, no tienen aspiraciones nacionalistas ni independentistas por el hecho de no poseer un territorio concreto. Y, por supuesto, además de los nacionalismos periféricos catalán, vasco y gallego, también existe un nacionalismo español al que el profesor Álvarez Junco ha dedicado algunos estudios. Ese nacionalismo español cuyos orígenes se remontan al siglo XIX tiene obviamente raigambre madrileña pero con múltiples aportaciones (catalanas, gallegas, vascas, valencianas, sobre todo) que en un momento revierten a amplias zonas geográficas sobre las que Madrid ejerce su influencia.

No sabemos lo que va a suceder en las próximas semanas, pero podemos estar seguros de que unas nuevas elecciones, sean los resultados que sean, no van a curar esa pasión emocional colectiva que ha calado en muchos catalanes y que tiene unos objetivos muy concretos. Esa carga emocional se multiplica cuando el sujeto afectado percibe falta de reconocimiento, menosprecio y humillaciones. Ese componente emocional contribuye a reforzar el sentido de identidad de tal modo que la racionalidad, como estamos viendo, queda relegada a un segundo plano. En resumen, pase lo que pase en las próximas semanas, continuaremos teniendo un problema; un problema que quedó enunciado en el artículo 2 de nuestra Constitución con «la indisoluble unidad de la Nación española» y «el derecho a la autonomía de las nacionalidades». No parece que vaya a solucionarse de la noche a la mañana ese enfrentamiento solapado entre el nacionalismo español o central («patriotismo constitucional») y los nacionalismos periféricos, que es el origen de enfrentamientos territoriales, cuando no en el País Vasco, en Cataluña. En la lejanía, paradójicamente, se divisa un renacimiento del nacionalismo español.