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Vuelta de hoja

Miserables

Sin embargo a veces pienso que al final todo dio igual: las hostias siguen cayendo sobre el que habla de más». Así cantaba hace tiempo el trovador Ismael Serrano en una especie de remembranza amarillenta de mayo del 68 francés. El cantautor pide a su padre que le cuente esa historia «tan bonita de gendarmes y fascistas y estudiantes con flequillo». Pide a su padre que le cuente cómo se hacía una revolución pacífica, cómo se cambiaba un clavel rojo por una porra negra, cómo se enfrentaban a la furia desatada con las manos en alto, cómo se intentaba cambiar un sistema que había tocado fondo. Pues bien, ya no hace falta que al señor Serrano le cuente nada su padre. Se lo sirvieron en bandeja, como a todos, el domingo pasado en Cataluña. Tantos años después, efectivamente, nos vuelven a dejar bien claro que «bajo los adoquines no había arena de playa». Bajo los adoquines sólo había bilis y la errabunda sombra de Caín.

En la calle sólo había gente defendiendo ideas más o menos peregrinas, legítimas o ilegítimas, tanto da. Había una muchedumbre en la calle y querían hablar a cara descubierta y pacíficamente. Yo creía que ahí empezaría todo. Desde el norte. Pensaba ingenuamente que el ejemplo cundiría y en otras ciudades saldría más gente a la calle a pedir cosas, entre otras, justicia. A pedir que paren el expolio, que nos traten dignamente, que dejen de robarnos. Pero años de vasallaje, años de una penosa educación, o simplemente el miedo, ese estado larvario que tan bien manejan, hacen que la mayoría se ponga de parte del verdugo. Las imágenes del otro día hablan solas. El lenguaje que entiende el poder es el mismo que el de hace siglos porque nada ha cambiado. Imágenes de la vergüenza que podemos ver en los grabados de Goya. Me importa una higa la independencia, el patriotismo, la exaltación por un trozo de percal. Lo que sí me importa es ver a un anciano apaleado tirado en la calle. Un anciano al que intentan recuperar de un infarto, mientras las bestias negras siguen blandiendo las porras. Me importa ver a una mujer semidesnuda siendo arrastrada, sobada y torturada. Me importa ver una escalera llena de gente, una angustiosa ratonera, donde el ensañamiento no tiene límite. Ya lo digo Mariano hace días: «Nos van a obligar a hacer lo que no queremos hacer» y cumplió la amenaza. Lo que nunca imaginé es que lo que le «obligaron a hacer» fuera de tal magnitud. Ya lo advertí hace dos semanas: si Mariano no bizquea es que va en serio y hasta que tire a dar. Y dio con saña, con ira, con esa vesania del que cree que el fin justifica los medios. No hay mayor mal nacido que el que azuza a sus perros contra el pueblo, ni mayor desalmado que el que viendo sangre derramada, no mande parar. ¿Dónde estaba Mariano cuando se desató la locura? ¿Y el jefe del estado? Lo más triste es la connivencia de los barandas y aún de muchos cerriles que siguen viendo «proporcionalidad» en una jauría desatada.

Sí, estaban siendo apaleados, pero era una vergüenza su actitud (la de los apaleados), como era una vergüenza la pasividad de los mozos de escuadra o esos bomberos que se ofrecieron como escudos para defender a la gente y que también llevaron estopa. No cabe más cinismo. A eso, miserables, se le llama humanidad. Si alguno no veía claros los motivos para la independencia, el violento Mariano les despejó las dudas a fuerza de hostias. Yo tampoco quiero vivir en un país donde el gobierno soluciona problemas a porrazo limpio, donde el gobierno hasta arriba de ilegalidades tiene por ilegal la voz de un pueblo. Claro que el referéndum fue una chapuza. ¿Ustedes han votado alguna vez con un energúmeno armado a sus espaldas?

Hoy no tenía ganas de escribir y creo que el texto que usted, improbable lector, está a punto de terminar de leer da fe de ello. No he podido tirar de figuras retóricas, no me ha salido la ironía y las metáforas brillan por su ausencia. La tristeza es un mal compañero de letras y hoy, como a César Vallejo, me duele España en particular y este mundo desquiciado en general.

«Ya no hay locos, ya no hay parias, pero tiene que llover, aún sigue sucia la plaza».

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