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Bartolomé Pérez Gálvez

Efectos colaterales

Al final ocurrió lo esperado, en este largo culebrón de lo que viene denominándose «procés», «desafío independentista» o «cuestión catalana», según prefieran. Como veníamos presagiando, la confrontación entre las emociones y la razón concluyó con la victoria de las primeras. Después de una semana de dolor, tristeza y rabia poco contenida, los unos y los otros empiezan a hacer balance de lo dañina que puede llegar a ser la cerrazón, más aún cuando se juega con las cosas del comer. Y, entre tanto, los carroñeros se aplican el cuento de sacar ventaja del río revuelto.

En su choque de egos, Puigdemont y Rajoy salen malparados, cuando no inhabilitados, en este conato de guerracivilismo. A la espera de que el próximo martes pueda acabar consumando el harakiri ?esperemos cordura-, al catalán no se le recordará por heroicidad alguna, sino por abocar a Cataluña a una sinrazón que conllevará graves males futuros. Mientras tanto, el presidente del Gobierno pasará a la historia por su contrastada capacidad para sortear problemas sin mover ficha alguna, tensando la cuerda más allá de lo que ésta pudiera resistir. El daño que ambos han generado ?o, cuando menos, no han sabido prevenir- tiene difícil solución y quedará en herencia para generaciones venideras. Y aún hay quien les aplaude las gracias. En fin.

El secesionismo catalán es un curioso ejemplo de la rebelión de los ricos y, en consecuencia, una muestra evidente de insolidaridad. Esta postura encuentra difícil encuadre en cualquier ideología que priorice la redistribución de la riqueza. Quizás por ello, ha sido bendecida por algunos líderes de la ultraderecha europea, como el británico Nigel Farage. No se trata de la lucha por la libertad de un pueblo oprimido ?podrá serlo, pero solo en parte-, sino de la emancipación unilateral que quienes han ido generando riqueza por la complacencia de unos y la necesidad de otros. Se obvia la constante financiación de infraestructuras por parte de toda España, así como la mano de obra que aportó la inmigración interior. Y, llegado el momento, se decide hacer caja y largarse con el bolsillo lleno. Porque, al fin y a la postre, aquí solo importa una cosa: el dinero. El resto está demás.

Por otra parte, no debiéramos olvidar que se ha jugado con la democracia, negando la voz a los diputados del Parlament y deformando el ejercicio del voto, hasta convertirlo en una farsa. Mucha bravuconada, pero nadie se ha preocupado de hacer cumplir las normas, constituyéndonos en un Estado anómico «de facto». Va siendo hora de recobrar el orden y redoblar la fortaleza de un sistema en el que no deben tener cabida quienes atentan contra su estabilidad. Han entrado en colisión el derecho individual a opinar y decidir, frente al derecho colectivo a la paz y a la prosperidad. Y alguien tendrá que ir pensando en solucionar el entuerto.

El conflicto nos ofrece algunas lecciones para aprender y, lamentablemente, más efectos colaterales de los deseables. El resto de España también debe dejar de mirarse el ombligo y analizar cuál ha sido el comportamiento de sus representantes. Si, en el momento actual, Cataluña no dispone de estadistas que la guíen, parece evidente que el país en su conjunto ?España, por supuesto-, tampoco. Rajoy y su séquito han perpetuado el caos, sin adoptar las medidas oportunas en el tiempo adecuado. Ni diálogo ni mano dura sino, como de costumbre, ha predominado el inmovilismo en espera de que pasara la tormenta. De la aparición del Rey podrán decirme que estuvo acertado en su contenido ?para gustos, los colores-, pero no me negarán que la intervención del Jefe del Estado llegó algo tarde. Y qué decir de Pedro Sánchez, poniendo de nuevo en riesgo la estabilidad de un PSOE que, aun estando en horas bajas, es actor imprescindible para el futuro del país. Su única aportación ?reprobar a la vicepresidenta, Sáenz de Santamaría- vuelve a evidenciar su inutilidad para dirigir una nación. Poca altura de miras, como han advertido Guerra, Leguina, Bono y tantos otros históricos socialistas. Con estos mimbres, se hace difícil reconfigurar la situación.

Debiera preocuparnos lo que pasa más allá de Cataluña. Y no me refiero a esta lotería ?a buen seguro, temporal- en que se están convirtiendo los cambios de sedes de bancos y demás empresas catalanas. Al nacionalismo de la extinta Convergència i Unió ?hoy PDCat- le ha salido el tiro por la culata, con ese forzado «ménage à trois» del que participa junto a Esquerra Republicana y los antisistema de la CUP. Ahí se jodió el invento. La ruptura interna del nacionalismo de derechas es manifiesta. Se han quedado solos ante una extrema izquierda que ha acabado por fagocitarles. Tampoco ayuda la creciente soledad internacional. Si, el lunes, aún se les mostraba cierto apoyo, el jueves ya se giraba en sentido contrario. Lean «The Economist» o "New York Times» y adviertan cómo han ido cambiando las cosas, ante el riesgo de un cataclismo. Hasta el propio Artur Mas manifiesta sus dudas respecto al proceso independentista, como también lo han hecho el conseller de Empresa, Santi Vila, o la propia coordinadora general del PDCat, Marta Pascal.

El problema, nuestro problema, es la previsible extensión de los modos utilizados por quienes no tienen más objetivo que romper con las normas de convivencia. Más allá del discurso nacionalista, se advierte el interés por acabar con cualquier tipo de orden en todo el territorio nacional, que no solo en Cataluña. Una vuelta al pasado, recobrando el manido término de «revolución» frente al de «reforma», como si la primera hubiera aportado algo positivo a la sociedad occidental. Hay razones para preocuparse por este discurso que, desde el resto de España, otros partidos se cuidan de alimentar con posiciones tan interesadas como equidistantes. A río revuelto, ganancia de pescadores.

Por otra parte, los efectos colaterales del fracaso catalán alcanzan, indudablemente, a cualquier intento por avanzar en un modelo federal. Es la pescadilla que se muerde la cola. Solo una mejora del Estado de las Autonomías puede ofrecer una solución estable y duradera al caos territorial y, sin embargo, la salida federal ha sido gravemente dañada por el mal uso que se le ha dado hasta el momento. Corremos el riesgo del retroceso, de volver a una concepción aún más centralista de España y de asociar federalismo a insolidaridad, cuando se trata de todo lo contrario. Pero difícil será desmontar esta visión, después del estropicio causado.

Ahora se reclama diálogo. A buenas horas, mangas verdes. Con todo, bienvenido sea como medio de vertebrar el país y reconfigurar las relaciones interterritoriales. Eso sí, con un modelo de Estado ajustado a la realidad actual de todos los españoles, y no solo de vascos, navarros y catalanes. Porque, en esta partida, jugamos todos.

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