El Senado era uno de los órganos fundamentales de la constitución republicana junto con los magistrados y las asambleas populares. Integrado por antiguos magistrados (excónsules, excensores, etc.), no en vano «senatus» viene de «senex», anciano, representaba la «auctoritas», la estabilidad y la experiencia de gobierno. Según narra la tradición latina, el Senado fue creado por Rómulo como órgano deliberante y consultivo, cuya autoridad radicaba en su prestigio y en el decisivo papel que tenía atribuido durante el «interregnum», ya que asumía el poder vacante a la muerte de rey para proveer de un «interrex» y nombrar al sucesor. Durante la República, en caso de vacancia del consulado, el poder volvía al Senado para convocar los comicios y elegir nuevos cónsules.

En momentos de grave amenaza para el «estado», ante sediciones o conspiraciones, el Senado romano dictaba un «senatusconsultum ultimum» para atribuir a los cónsules poderes excepcionales en defensa de la República («caveant consules ne quid res publica detrimenti capiat»).

Actualmente, el Senado dista mucho de parecerse a la originaria asamblea senatorial romana, ni en composición ni en atribuciones, pero «mutatis mutandis» tiene en su mano la aprobación de las medidas propuestas por el ejecutivo para obligar al cumplimiento forzoso de las obligaciones que la Constitución impone o para la protección del interés general. El tan traído y llevado artículo 155 dota al Senado de una prerrogativa que le convierte en garante de la Carta Magna, una suerte de «senadoconsulto último», si bien circunscrito al procedimiento detallado en su propio Reglamento.

La gravedad de los acontecimientos vividos en Cataluña ha propiciado una invocación frecuente del citado precepto, pensado para contrarrestar las ilegalidades o las actuaciones gravemente atentatorias contra el interés general por parte de las comunidades autónomas. Así, el gobierno podría proponer «las medidas oportunas», previo requerimiento al presidente de la comunidad autónoma en cuestión, y con el respaldo de la mayoría absoluta del Senado.

El iter procedimental reglamentariamente explicitado no prevé una aplicación automática de tal mecanismo de compulsión, sino una tramitación que garantiza la adecuación de las medidas a la ilegalidad cometida o a la actuación contraria al interés general que se pretende revertir.

La mayoría está a la espera de alguna actuación gubernamental para restaurar el orden constitucional, máxime tras el discurso legitimador del rey y el empecinamiento subsiguiente de Puigdemont.

Pero el tiempo apremia. A estas alturas desconocemos en qué consistirá la actuación del ejecutivo, más allá de aprobar un decreto para facilitar el traslado de las sedes sociales de empresas y organismos fuera del territorio catalán.

Mañana será 9 de octubre, el día de la Comunitat Valenciana, el día en que estaba prevista la celebración del Pleno del Parlament y la comparecencia de Puigdemont para declarar la independencia de Cataluña. Al parecer, la suspensión dictada por el Tribunal Constitucional ha obligado a posponerlo al día siguiente. De no ser así, el 9 de octubre pasaría a la posteridad como el día de la instauración de la república catalana. Un solapamiento, a buen seguro consciente y malévolo, que propiciaría una confusión indeseada de celebraciones.

«La historia se repite dos veces, la primera como tragedia y la segunda como farsa». Son las primera palabras de Karl Marx en el Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte. Cabría añadir a esta máxima que las consecuencias de una farsa también podrían devenir trágicas.

En Roma, los senadoconsultos tomaban el nombre de quien formulaba la propuesta. En estos días, no tenemos la certeza de que Mariano Rajoy se avenga a aplicar tal precepto como le requieren Albert Rivera y demás voces de un amplio espectro.

¿Habrá un senadoconsulto Rajoyano? Probablemente no, pero entretanto, bienvenido sea el Sabadell.