A la espera de dos circunstancias mayores que gravitan en la escena inmediata, como son: la anunciada declaración unilateral de independencia y la remitida aplicación del artículo 155 de la Constitución, en la semana transcurrida desde el empeño del referéndum han pasado muchas cosas que no son objeto de esta reflexión, aun cuando sigo tratando de entender, con sus matices, lo que pasó en Barcelona.

Muy consciente de que el daño está hecho, recibo este mensaje: «Vivimos en un país en el que la paz social está por encima de la legalidad. Si contradices, eres un opresor». Esta opinión resume razonablemente lo que, a juzgar por sus manifestaciones, parecen pensar muchos de los observadores de los hechos del domingo.

Han vuelto a enfrentarse dos estrategias inconciliables. Por un lado, la de los que quieren irse que, buscando el enfrentamiento en la calle, han sumado a la desobediencia de las decisiones judiciales, la violación dolosa de la legalidad y el uso contra el Estado de los medios que el propio Estado ha puesto a su disposición. Enfrente, del otro lado, la estrategia de quienes obligados a defender el Estado de Derecho se han limitado a ir respondiendo a iniciativas y decisiones ajenas, siempre a remolque de los acontecimientos, y sin asumir, hasta el último momento, el deber que el poder ejecutivo tiene de hacer respetar la legalidad.

Esta respuesta tardía y esencialmente jurídica, sin atisbo de política y con una ausencia clamorosa de comunicación, ha llevado a una crisis de Estado sin precedentes y alimenta la sensación de que los soberanistas han ganado, con creces, la batalla de la calle y la de la imagen.

La victoria del soberanismo consiste en que han conseguido que el cumplimiento de la ley aparezca como la antítesis de la paz social, la cual exige, según algunos, soslayar el empleo de la fuerza con los ciudadanos. Craso error: lo que la paz social exige (si es preciso con apoyo en la fuerza) es que se cumpla la ley. Pero el domingo, en Cataluña, la ley no se ha cumplido y el dispositivo desplegado para su complimiento se ha visto abocado a afrontar «una misión imposible».

La suma del incumplimiento de la ley y de la ruptura de la «paz social» ha sido infortunada para el Gobierno, para la imagen del país, para una justa comprensión de los intereses contrapuestos y para la cohesión entre catalanes y españoles. Después del momento culminante del domingo será difícil o imposible que la relación entre los catalanes que quieren la independencia y el resto de los españoles vuelva a los cauces por donde discurría al inicio de la democracia.

Con los teléfonos inteligentes, cualquiera puede fotografiar en todo momento un episodio, por complejo o íntimo que sea, y así, todo el mundo, el universo entero, puede tener la sensación de haber visto lo que pasa. Y las manifestaciones que han tenido lugar en Barcelona con ocasión del pretendido referéndum, o como se le quiera llamar, han servido para ofrecer, víricamente, escenas con los más diversos orígenes, que circulan por todos los medios, al servicio de los distintos relatos.

Lo primero que vimos fue la apropiación indebida del atentado yihadista en La Rambla: una manifestación en la que las organizaciones soberanistas se adueñaron de la marcha y pusieron al Jefe del Estado y al Gobierno ante una maliciosa e injusta acusación, nada menos que la de ser responsables del ataque terrorista. «Vosotros ponéis las armas, nosotros los muertos».

No pasó nada, porque no sólo no hubo reacción a la celada tendida, sino que incluso el presidente del Gobierno llegó a decir que no había oído los insultos. Todo por la paz social, en un fallido intento de apaciguamiento y de mantener firme el ademán. En mi opinión, ese aprovechamiento del dolor ha sido, desde el punto de vista de la imagen, un grave error de la causa secesionista.

Después, la aprobación de las presuntas leyes del referéndum y de transitoriedad fue, de nuevo, una flagrante equivocación en el fondo y en la forma, que produjo una corriente de simpatía hacia quienes se posicionaron frente al abuso separatista. En este caso, el error de los defensores de la causa secesionista resultaba excesivamente obsceno para los defensores de la legalidad, tanto en Cataluña como en el resto de España.

Los pasos que iban dando los promotores del proceso de independencia resultaban inversamente proporcionales a los objetivos perseguidos.

La intervención de las cuentas de la Generalitat por parte del Ministerio de Hacienda, para evitar desvíos torticeros de fondos hacia el referéndum, fue aplaudida por la opinión pública, harta del mal uso de los dineros del contribuyente. Fue esta la primera muestra de autoridad por parte del Gobierno, que hasta ese momento mostraba una actitud puramente responsiva, pues la iniciativa la llevaba siempre el contrario.

La respuesta a esta intervención fue furibunda: acusaciones de haber impuesto el Estado de Excepción o de haber aplicado el artículo155 de la Constitución por la puerta de atrás y otras lindezas por el estilo, pero, como siempre ocurre con este tipo de decisiones que escuecen las arcas, las quejas se evaporaron rápidamente porque la imposición de una multa de 12.000 euros a cada uno de los cinco miembros de la Sindicatura electoral, supuso otro revés sonoro a los planes secesionistas.

Esto vino a confirmar la bondad de las medidas de guante blanco, de contenido pecuniario, que ya habían llevado a un conseller de la Generalitat a presentar su dimisión para salvar su patrimonio.

La detención del núcleo duro de la Conselleria de Economía, que podría tener el encargo de pilotar la desconexión, sirvió al Gobierno de España para cosechar un nuevo éxito, al desbaratar, en parte, elementos esenciales de la organización del referéndum. La movilización de las organizaciones civiles soberanistas, plantando cara a la Guardia Civil, desvalijando tres de sus vehículos y entorpeciendo su salida de la Consejeria, fue la primera ocasión en que ambas partes se vieron las caras antes de la cita del primero de octubre. En esos prolegómenos del choque se hizo notoria la pasividad de la policía autonómica catalana.

Las cosas pintaban bien para quienes, desde el Gobierno, empezaban a dar pasos que, aunque tardíos, suponían ir tomando posiciones para conjurar la celebración de la consulta. La impresión es que parecía haber una fluida coordinación en el triángulo Tribunal Constitucional-Gobierno-Fiscalía General del Estado, coronada con la designación de un coordinador del mando policial, que fue inmediatamente impugnada por el responsable de Interior del gobierno catalán.

Las primeras señales de nubarrones aparecieron con la asombrosa noticia de la contratación de tres barcos para alojar a los refuerzos de Policía y Guardia Civil que llegaron a Cataluña para asegurar que no se celebraría el referéndum. Tiempo habrá de relatar y juzgar los episodios relacionados con las expulsiones de los alojamientos de quienes han ido a defender el Estado de Derecho.

El presidente del Gobierno, en sus salpicadas intervenciones públicas, había afirmado rotundamente que no se celebraría el referéndum. A algunos les produjo sorpresa esa anticipación del final. La seguridad con que lo manifestaba era la expresión de un buen deseo, que se dio de bruces con las astucias de sus contrincantes, empezando por el mayor de los Mossos y sus jefes políticos.

La jornada del primero de octubre pasará a los anales de la Ciencia Política como ejemplo de mal cálculo en un conflicto. En este caso, con los 17.000 mossos ejerciendo de polis buenos y los 12.000 policías y guardias civiles de los barcos en el papel de polis malos, pues estos se quedaron solos con la papeleta de retirar urnas y demás material de todos los centros de voto de Cataluña (colegios, centros médicos, dependencias administrativas del Govern, etcétera). Misión imposible y pretensión irreal, entre otras razones porque tenían enfrente unos cuantos cientos de miles de activistas movilizados por las asociaciones civiles independentistas y los partidos de la ruptura, dispuestos a impedir la faena. Con un coste muy elevado para quienes tenían asignada la tarea. ¿Dónde estaba el coordinador?

A todas luces, una confrontación desigual, ya que la misión policial equivalía a ponerle puertas al mar, en este caso, sortear una marea de hombres, mujeres y niños, jóvenes, adultos y ancianos, que servían como escudos humanos.

La unilateralidad política «abona el conflicto y amenaza la paz social», advirtió con buen sentido el alcalde -socialista- de Lérida. Y esto es lo que ha logrado exactamente el separatismo desbocado, pues el referéndum, probado pretexto para la declaración de la independencia, ha puesto en riesgo «la paz social» y al mismo tiempo «la seguridad jurídica». Se ha cobrado dos pájaros de un tiro.

El independentismo consiguió provocar una actuación policial cuya desproporción aparente -que no real- está simbolizada en las fotografías de gente ensangrentada, a lo que contribuyó, en parte, la desobediencia de los mossos a las instrucciones judiciales. Esa desproporción, que cualquiera puede creer haber visto con sus propios ojos, ha puesto en funcionamiento el consiguiente altavoz mediático que para unas elecciones próximas permitirá al secesionismo que no logró realizar el referéndum prometido a su gente, capitalizar una postura victimista.

El Gobierno, por su parte, consiguió hacer fracasar, en parte, el referéndum, lo que era su principal objetivo. Sin embargo, la repercusión mediática internacional de la actuación de sus fuerzas de seguridad ha provocado un considerable desgaste de su imagen en foros y editoriales de la prensa internacional, aunque mantenga -por ahora- el apoyo de la Unión Europea.

No parece necesario irrumpir por la fuerza en respuesta a una orden operativa recibida, entre grupos de gente indefensa, cuando, además, esa irrupción se ha demostrado inútil. En cambio no se responde a quienes les alientan. La Agencia de Protección de Datos amenaza con las penas del infierno a ciudadanos que, por convicción o por miedo a los que mandan de verdad en Cataluña, estén en las mesas electorales. Pero todo parece indicar que es pólvora en salvas, que nada se va a hacer.

Los señores consellers de la Generalitat pueden salir en televisión a decir cómo hay que votar, que el censo es universal y el número de votos que han tenido y eso no parece que sea ilegal. En este caso, la Agencia calla; ¿será un indicio de que son los que mandan? De momento, nada parece indicar lo contrario.

Así se desacredita la ley y no se repara la paz social. Para una vez que se han intentado cambiar las prioridades, ni ley ni paz social. Pero esto no ha hecho más que empezar.