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Aunque no venga a cuento

Algunos problemas actuales se presentan de manera muy confusa. Incertidumbre caótica ha titulado Immanuel Wallerstein su «Comentario» del 15 de septiembre pasado. ¿Qué hacer entonces? Se me ocurren, entre las muchas posibilidades, dos trucos frecuentes: una, reducir la incertidumbre recurriendo a una cita erudita de reconocido prestigio (y yo he comenzado con una de ellas que, si se lee, se verá que se aplica, pero muy relativamente) que nos lo aclara todo y, dos, recurrir a trucos retóricos que tranquilicen al personal y añadan acatamiento hacia el que usa tales trucos.

Una primera solución se presenta, por ejemplo, cuando se usa una frase rotunda de un personaje importante. Podría ser esta: «Patriotismo es cuando el amor por tu propio pueblo es lo primero; nacionalismo, cuando el odio por los demás es lo primero» ( Charles de Gaulle). El truco consiste, cuando hay enfrentamiento, en atribuirse el patriotismo a uno mismo y el nacionalismo a los contrarios, dando por supuesto que tanto uno como otro tienen «algo» a que oponerse. Pero hay problemas. El menos importante es el del autor de tal sentencia, aunque parece que esa frase no se consigue localizar en los escritos del tal personaje. El más importante es la credibilidad que merece ese autor como fuente de superación de la incertidumbre. Como bien saben algunos buenos amigos pied-noirs, De Gaulle les mintió cuando prometió que Argelia seguiría siendo francesa. Constatable. Tal vez no sea el argumento más de fondo: para mí, es que por muy rotunda que sea una frase, es preciso disponer de criterios para saber si las cosas son así o no. Y este es el caso: uno puede definir patriotismo y nacionalismo como mejor le convenga. Por supuesto, los académicos, más o menos intelectuales orgánicos de los políticos, defenderán ardorosamente su propia definición, sin que por eso haya que creer que la realidad les obedece, mucho menos si la definición va acompañada por una valoración como es el caso (patriotismo propio bueno, nacionalismo ajeno malo). Si es usted españolista o catalanista, haga este sencillo ejercicio mental: llame patriotas a los contrarios y nacionalistas a los propios y analice sus propias reacciones. Mala cosa sería si no pudiese.

Vaya otra frase célebre, esta vez de Ortega y Gasset y con origen conocido ( La rebelión de las masas): «Esta costumbre de hablar a la Humanidad, que es la forma más sublime de la demagogia, fue adoptada hacia 1750 por intelectuales descarriados, ignorantes de sus propios límites y que siendo por su oficio, los hombres del decir, del logos, han usado de él sin respeto ni precauciones, sin darse cuenta de que la palabra es un sacramento de muy delicada administración». El truco, aquí, consiste en hablar «en nombre de» (y efectivamente hay muchas posibilidades) dirigiéndose al mundo mundial. ¿En nombre de qué? Pues se puede hablar en nombre de la nación, de la patria, de la gente, del pueblo, del país, de la clase obrera, del interés general, hasta de «la raza». El ejercicio, ahora, es estadístico y el ejemplo inmediato es el de los nacionalistas (catalanistas o españolistas, no hace al caso) que hablan en nombre de La Nación (abundancia de mayúsculas, como si fuera el nombre de un periódico argentino) cuando, en realidad, no tienen ni, quizás, pueden tener detrás a la totalidad de habitantes de tal supuesta entidad. La Cataluña de sus nacionalistas no incluye a «todo aquel que vive y trabaja en Cataluña» (como lo definía Jordi Pujol cuando era Honorable). Tampoco la España de los españolistas incluye a todos sus empadronados (que se lo digan a los secesionistas varios que pueblan la Península y que han seguido con mucho interés los avatares de este «proceso» catalán).

Es normal (en el sentido de «lo más frecuente») que los políticos se presenten como representantes de una totalidad, más o menos inventada. Cierto que, en la mejor de las hipótesis, tienen a sus votantes para probarlo, pero eso demuestra automáticamente que no representan a la totalidad ni siquiera en el caso de que lleguen a tener poder de decisión. Evidentemente, los dictadores no tienen que someterse a esa penosa estadística de saberse representantes de solo una parte. Los dictadores pueden tranquilamente presentarse como encarnación de ese todo, sea el que sea según convenga.

Por parte de los representados, patriotas o nacionalistas, nos queda la tarea de someter a revisión esas pretensiones de los demócratas, precisamente para que no dejen de serlo y, representando al «todo», se conviertan en dictadores. Ejemplos no faltan. Ni riesgos tampoco.

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