Escribo este artículo no por tener 50% de sangre catalana, el nacionalismo y el racismo siempre exigen estas demostraciones de pedigrí, no porque esté preocupado por la economía o las inversiones en mi país, España, en el caso de que Cataluña sea separada del resto. Escribo esto porque no quiero que dentro de 10 años los hijos que aún no tengo y los alumnos que ya me escuchan me digan, señor profesor, ¿y por qué usted no dijo nada?

No voy a escribir sobre lo evidente, sobre la factura social que existe en Cataluña y en las familias catalanas que vivimos fuera de Cataluña, el nacionalismo ha convertido la tierra también en un sacrosanctum (¿recuerdan ustedes aquello de que el Ebro es un río que nace en tierras extrañas y que desemboca en Tortosa?) parece que ahora hay que dirigirse a un trozo de tierra entre el mar y Aragón como Eretz Cataluña.

No, sobre lo que quiero escribir es sobre algo mucho más importante que las broncas que podamos tener en este momento entre los que opinamos una cosa o la contraria. Voy a hablar como historiador y como filósofo de una cosa mucho más básica, voy a hablar sobre el derecho. Lo que está pasando en Cataluña por supuesto que no es un choque de legitimidades ni nada por el estilo, lo que está ocurriendo en Cataluña, y es fascinante para un historiador, es un golpe de Estado en nuestro momento, un directo de la historia por así decirlo.

El grito siniestro de democracia contra la ley no es un grito que hayan inventado los catalanes nacionalistas para derribar el Estado España en Cataluña, -a fin de que el gran padre pueda seguir indemne y no pagar por sus robos- es un grito que han proclamado todos los dictadores que conocemos en la Edad Contemporánea. Cuando las cosas no me gustan doy un golpe encima de la mesa y si no vuelca el golpe se lo propino al otro jugador. Eso es el marxismo desde el punto de vista de la obtención del poder, eso fue el nacismo, y eso han sido los mil movimientos revolucionarios que hemos vivido en el tercer mundo. A los nacionalistas catalanes no les molesta la sección segunda del título 1º de la Constitución? o el artículo 155. No se trata de eso. De lo que se trata ahora mismo, ya que el Parlament después de expulsar a la mitad de su representación no se ha vuelto a reunir, es de destruir una sociedad organizada según el derecho.

Desde que la Atenas de Pericles decidió dotarse del derecho como supremo árbitro de las disputas sociales, la razón elevada a norma buscando el bien común (es decir la ley) ha sido el orden y la guía, al menos normativa, de nuestras sociedades. Lo que ocurre en Cataluña no es que se va a desatender tal o cual ley, sino a todas las leyes que provengan de España; se está creando ciertamente un país nuevo. El proceso se hace siempre de la misma manera, control ideológico, excitación social, movilización de las bases más desquiciadas, etcétera, pero quiero centrarme en la cuestión del derecho. Ahora mismo Cataluña, si realiza lo que los nacionalistas quieren, es una nación que no está gobernada por la ley. Es una nación donde aquella maravillosa definición de la ley que dio Stuart Mill, en su libro On Liberty, la ley es aquello que garantiza que aunque el 100% de la población o sus representantes estén de acuerdo en desposeer a alguien de sus derechos, eso no se pueda hacer, ya no rija. De ahí la contradicción de que se pueda pensar que estas masas nacionalistamente configuradas tengan que respetar la propiedad privada, por ejemplo del tan traído y llevado Piqué, o los Pujol, ya puestos. ¿A quién recurrirían si entraran mañana en sus villas de lujo de la parte alta de Barcelona?Lo que no entienden los fascistas del nacionalismo catalán (PDeCAT, Esquerra, CUP, etcétera) y aquí uso la palabra fascista en sentido técnico, refiriéndome a la imagen que tienen de la ley, es que ni la violencia de toda la sociedad puede negar los derechos de uno solo y mucho menos por la vía de los hechos consumados.

Escribo esto porque es triste que la primera herencia que les dejen los padres del nuevo estado catalán a sus hijos sean las mentiras y el racismo que han construido contra el resto de españoles, y en segundo lugar la idea que la voluntad pueda saltarse la ley, que mi deseo es superior a la libertad de los demás, que puedo destruir 2.500 años de civilización occidental entre odios y mentiras tan solo para salvar al infame gran padre. Pobre y triste herencia para mis sobrinos, mis primos, o mis hermanos. Por cierto ya hubo otro señor que llamó a su acción política el triunfo de la voluntad, la obligación del historiador es recordarlo.

Que nadie diga que todo esto no se veía venir desde el mismo día que alguien exclamó: «De ahora en delante de moral hablaremos nosotros». Don Jordi dixit.