La Ítaca de Kavafis, tan magistralmente evocada por los acordes y voz aterciopelada de Llach no era un simple lugar idílico para mi generación, sino que constituía un referente espiritual, un ideal de perfección en pos del que nos dirigíamos de la mano del cantautor de Verges en su papel a medio camino entre Flautista de Amelín y Gurú mediterráneo.

Ni en la peor de las pesadillas la hubiéramos podido confundir con el desguace de la CUP, en el que despeñar simpáticas furgonetas Wolkswagen (con lo que supusieron para los movimientos alternativos); y mucho más difícil nos hubiera resultado anticipar al Llach de hoy, una especie de avatar del de entonces, de mirada torva y gorro calado hasta las orejas. Ni siquiera «la Estaca» serviría de referente, reciclada como está por mor del «Procés», para meter en vereda a los funcionarios «tibios» con el mismo.

Eran los ochenta, una década cargada de tantas incertidumbres como de ilusión y como en la canción de Nina Simone, teníamos el mundo en nuestras manos (o eso pensábamos), y nos aprestábamos a iniciar una singladura que sólo cabía culminar con un amarre en un puerto mejor que el de partida.

Y allí estábamos compartiendo la todavía precaria embarcación una variopinta tripulación de comunistas, socialistas, social demócratas, demócratas cristianos, nacionalistas con el denominador común de haber resistido en menor o mayor medida al franquismo; y después, claro, algunos jovenzuelos que, sin saber muy bien de qué iba la partida nos contagiamos de la ilusión generalizada para acabar cantando enfervorecidos aquello de «Llibertat, Amnistia, Estatut d'Autonomia» mientras blandíamos las señeras y nos desgañitábamos con un sense blau al ritmo del Paquito el Chocolatero, en las plazas de toros donde se convocaban els aplecs.

Y así ha sido hasta no hace tanto, porque al adquirir los nacionalistas la condición de víctimas del franquismo se ha tardado décadas en desvelar sus verdaderas facciones, las que George Orwell que derramara su sangre en defensa de Cataluña en el Frente de Aragón, condensara como «sed de poder, mitigada con autoengaño» ( Notas sobre el nacionalismo), obra que junto a su Homenaje a Cataluña se debería releer en estos días convulsos, a las que tal vez conviniera sumar 1984 por aquello de la re escritura de la historia, la subversión de conceptos y lenguaje de los que los nacionalistas están haciendo un uso magistral, sin olvidar a los hackers rusos. Para echarse a temblar.

Si a todo esto unimos la apropiación que en su día hiciera el franquismo de símbolos (la bandera) y del concepto de patriotismo, contrapuesto según el autor inglés al nacionalismo al limitarse a ensalzar éste lo propio sin voluntad de imponerlo a nadie, resulta que hemos andado durante décadas a pecho descubierto mientras crecía agazapado el monstruo del nacionalismo que con tanto mimo han contribuido a cebar la ceguera cuando no la incompetencia de los gobiernos de Madrid y, muy en especial, el de Mariano Rajoy.

Algo de esto es posible que intuyera cuando visité Suecia con apenas veinte años y contemplara con envidia las enseñas alzadas en los jardines que recogían con devoción al caer la tarde. Una sensación que revivo anualmente en L'Alfàs del Pi (y en mi propia casa, al ser mi mujer noruega) cuando los noruegos celebran festivamente por nuestras calles el día de su Constitución, compartiendo un sentimiento común de amor a su país y sano orgullo que les fortalece ante las adversidades, que tan bien ha reflejado el director de cine noruego Erik Poppe en La decisión del Rey ( Kongens Nei). Un rey, Haakon VII, que con su patriótico desafío al nacionalismo nazi se erigió en una figura reverenciada por todos los noruegos.

Es difícil que en nuestro desventurado país nos aproximemos a algo similar. Ochenta años más tarde hemos revivido la decepción compartida por Negrín, Azaña e Indalecio Prieto ante la deslealtad de un gobierno catalán. Cuando los sentimientos contaminan los procesos mentales entramos en terreno minado donde leyes (Constitución incluida) son papel mojado.

Vienen sin duda días difíciles porque la cuestión catalana evidencia que estamos muy lejos de haber erradicado los nacionalismos en el viejo continente, donde tanto dolor han causado y cuyo proyecto de futuro amenazan muy seriamente; porque en palabras del autor de Animal Farm, no hay soluciones mágicas, «dar la batalla y un esfuerzo moral es esencial». El problema es que da la sensación de que hemos perdido un tiempo precioso y que al menos aquí, Mariano Rajoy está a años luz de poder hacer ni una cosa ni otra.