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Alicante se ha convertido en una ciudad donde reina el desgobierno y en la que la zafiedad y la vulgaridad se han impuesto sobre la armonía y la belleza que deben presidir el ropaje y el ambiente del lugar en que vivimos. Todo es gris y angustia donde debería imperar la paz de nuestro Mediterráneo. Todo es pugna por ser entre quienes solo son por haberse erigido sobre cadáveres por ellos mutilados, no por sus méritos. Y la vida siempre devuelve lo que es merecido. Las palabras no se olvidan y se convierten en armas cuando la soberbia hace creer que se está por encima de lo predicado o que se es inmune al yerro que se imputa en exclusiva a los adversarios. Cuando el exceso se impone y se fuerzan las realidades, no es extraño que se termine por discurrir por iguales caminos sin que nadie encienda la mecha. Porque cuando el mérito aducido consiste solo en el provocado deshonor del derrotado, creado con la palabra hiriente manoseada y manipulada, la realidad se impone y expone la poquedad elemental de quien nada posee para ofrecer, salvo su inútil palabra y su miedo a avanzar en la construcción de algo. Quien alcanza el cénit de sus ambiciones por medio de la injuria o el desprecio, el odio o la manipulación, se ve apagado por la realidad, tozuda, que precisa avanzar, construir, no solo derruir lo hecho, muchas veces bueno, pero inaccesible para quien no aprecia la beldad en lo ajeno y se retuerce, envidioso, en la impotencia de sus escasas dotes y valores.

Quien llega a pedir prisión para su adversario, sabiendo por sus conocimientos que no procede, solo para injuriar, no puede refugiarse en excusas a nadie admitidas, porque lo prometido en momentos anteriores como ejemplo de virtud pesa como una losa. Cada cual es esclavo de sus palabras y nadie puede representar a una colectividad faltando y perdiendo su honor.

Tampoco es inocente y sobra ya el gran muñidor de lo gris de esta urbe, el gran negador de todo progreso, incapaz de sentir piedad o empatía por nadie, cual héroe de un ignoto fin, pero que exige que todos se rindan a sus pies y órdenes. Y eso es imposible cuando el todo sufre y padece sus dogmas e imposiciones, sus desvaríos temporales, su rostro rígido, signo externo de la frialdad con que desprecia adversarios para llegar y mantener lo que nunca debió alcanzar. Este, que elevó la apariencia de justicia a niveles máximos, muestra sus entrañas al pedir al antes aludido que lo mantenga en el sillón, a cambio de lo cual lo apoyará contra su estado procesal, haciendo mangas y capirotes de sus discursos de honradez anteriores.

Uno y otro, en tándem que bien pudiera ser paradigma de lo insensato de un sistema que permite estos azares, que organizaciones políticas pueden llegar a perder su autoestima hasta tal grado, han llegado a la par, sembrando con sus inquinas y escasas dotes de optimismo y tolerancia una ciudad que es un páramo y que va camino de perderse irremisiblemente.

Atados están de pies y manos a sus anteriores delaciones, basadas en datos que no coinciden con la realidad; lo saben, siempre lo han sabido aunque se hayan ignorado y se arriesgan a eventos inciertos, posiblemente graves, pero necesitan perpetuar el castigo para mantenerse en su poltrona. No pueden avanzar en el PGOU pues de hacerlo coincidirían en buena parte con lo que han considerado delito. No pueden dar vía libre a IKEA, pues significaría sentir el ridículo de tener que aceptar lo que también denunciaron como grave pecado, que no delito muy a su pesar. El precio de su momento de esplendor y gloria ha sido caro y lo será más de no terminar ya con su reinado anárquico y sus constantes refriegas. El precio de no poder romper con las cadenas que nos han atado a sus estrategias e inquinas personales.

Llegaron ahí, uno y otro, sin proyecto alguno y solo exhibiendo como oferta el descrédito y la crítica. Y una vez llegados se han perdido en su incompetencia, en la falta de criterios mínimos para elaborar un camino o, simplemente, para mantener la dignidad de una ciudad limpia y con jardines ahora ajados por la dejadez. Al menos podrían mantener la fachada adecentada, guardar las apariencias.

Uno debe marcharse obligado por sus propias palabras y promesas y el otro, inmediatamente, dejar toda función. Este último ha demostrado más allá de su incompetencia, evidente, falta de sintonía con todo, de empatía mínima con los intereses generales. Parece estar siempre buscando una causa que desfacer, lo que hace equivalente a un administrado que lancear.

Pero, no. El que exigió dimisiones ahora amenaza públicamente a profesores que le piden que dimita usando de su libertad de expresión. No hacen otra cosa que recordarle su doctrina y gestos extremadamente duros en épocas pasadas. Aunque, como es normal en el mentado, no reconoce su conducta y vierte basura inventada sobre quien le supera en todo con creces. Y de paso ataca e inmiscuye a instituciones que son ajenas a los hechos.

Quousque tandem abutere, Catilina , patientia nostra?

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