Escribir sobre el día después, cuando la larga jornada del 1-O no ha concluido, es la cosa más difícil que me ha tocado hacer desde que me asomo a las páginas de este periódico. Pocas cosas y pocos análisis pueden servir de soporte para aventurar cualquier pronóstico.

En términos objetivos, es decir, tomando los datos de la pura realidad, al margen de contaminaciones ideológicas, nacionales e identitarias, no es posible que pueda darse la independencia de Cataluña, ni ahora mismo ni por un largo tiempo. No olvidemos que tanto en Escocia como antes en Canadá (por no hablar del Brexit), tomados como modelos a seguir por las elites catalanas, los fervores independentistas han decaído. Porque al margen de que el caso de Cataluña es diferente, dado su contexto histórico y sus coordenadas constitucionales, mucho más exigentes, el grado de integración (económico, político, jurídico, cultural, europeo, etc.) entre Cataluña y el resto de España es de tal calibre que ni siquiera el fino escalpelo del personaje de Shakespeare podría cortar limpiamente la libra de carne, de la parte más cercana al corazón, sin derramar una gota de sangre.

Subjetivamente, sin embargo, todo es posible, incluso un duradero y extremo enfrentamiento. El vórtice creado por las elites independentistas catalanas, valiéndose del propio Estado de Derecho que se han propuesto derribar y suplantar, se ha retroalimentado a partir de una doctrina nacional-populista en la que convergen, entre otros, intereses de sectores burgueses, jóvenes idealistas aunque insolidarios, medios de comunicación públicos y privados en Cataluña, posos del viejo catalanismo (que ahora pretenden redimirse de su pasividad frente al franquismo), así como deudos de la corrupción, envueltos todos ellos en una fantasía identitaria francamente reaccionaria.

El daño ya está hecho: una sociedad fracturada frente a unas fuerzas en las calles dispuestas a imponer su supremacía a cualquier precio. Porque si bien la imagen que el independentismo pretende trasladar de la jornada del 1.0 es la de un pueblo oprimido que lucha por su libertad, lo cierto es que se trata de la rebelión de una parte (mayormente rica) que se considera maltratada por un Estado que les garantiza, precisamente, su autogobierno y su libertad, pero que se ha lanzado a un desafío brutal, capaz de golpear tanto a la democracia constitucional española como a las propias instituciones europeas. De ahí la respuesta contundente que Europa ha propinado a la desesperada propuesta de Puigdemont de involucrarla, como «mediadora en el conflicto», a cambio de desconvocar el referéndum ilegal.

El día después se presenta, por tanto, con tintes sombríos, tumultos y cargas policiales. La parálisis del Gobierno de Rajoy a lo largo de estos años, sus cálculos electorales -y sus dudas a la hora de anticiparse al vórtice en cuestión- ha contribuido a agravar «el conflicto» tanto como el aventurerismo demostrado por Puigdemont y sus aliados, hasta el punto de vislumbrarse el abismo. Pero llegados a este punto, las fuerzas constitucionalistas tienen que mantenerse firmes en el único punto que puede evitar el caos: restituir la legalidad y el ordenamiento constitucional.

Está por ver si el día después traerá consigo la declaración de independencia o la apertura de un espacio para la negociación. En el primer caso, el Estado tiene que actuar sin complejos, activando todos los instrumentos a su alcance, que son muchos, para anular y evitar el golpe antidemocrático. En el segundo, la cuestión no será fácil de resolver: porque siendo un hecho que el diálogo ha fracasado, una eventual negociación sólo puede plantearse seriamente en sede constitucional. La única opción practicable solo puede venir de la mano de fuerzas políticas que promuevan, desde el respeto a las reglas previstas para una reforma constitucional, una segunda transición que reforme el Estado y abra vías para el posicionamiento del autogobierno de Cataluña en una España de tipo federal. Un nuevo marco que sea garantía de paz, de igualdad y de progreso social.