El conflicto en Cataluña ha derivado en una crisis de Estado cuyo impacto va a ser descomunal, al poner en jaque la estabilidad constitucional. En estas circunstancias, y más allá de las cuestiones ideológicas, políticas o religiosas (un diez por ciento de los curas catalanes se posiciona con el separatismo) que el desafío plantea, me permito aconsejar a cada cual que, en su entorno inmediato -personal, familiar, profesional- tome conciencia real de lo que está en juego.

La crisis, como en muchos otros ejemplos en la Historia, ha desbordado a los aprendices de brujo que han alentado el secesionismo y se han subido a un caballo de pronto desbocado. Hoy, a una semana vista del pseudo- referéndum ilegal y antidemocrático orquestado por los secesionistas, las calles en Cataluña no las controla nadie, ni siquiera la CUP. Una oleada de gente, sobre todo joven, procedente mayormente de barrios ricos, protesta desde el sentimiento de que España les odia y les humilla.

El sistema de partidos en Cataluña ha saltado por los aires, años después de que lo hiciera en otras partes de Europa. De la antigua Convergencia, una vez aniquilada CiU, no queda prácticamente nada: únicamente Puigdemont, dispuesto a entregarse al martirologio. Esquerra Republicana, cuyas bases la componen jóvenes ajenos a la tradición de este partido, se ve arrastrada a un escenario desconcertante, del cual el propio Oriol Junqueras es el principal rehén. Las «trescientas familias», vinculadas a los grandes negocios, las finanzas y a poderosos medios de comunicación, que durante décadas se acomodaron al pujolismo, con su estela de corrupción incluida, se tientan la ropa en medio de una marea cuya dinámica no contemplaban ni alcanzan a entender.

El impacto producido por el secesionismo repercute en otros territorios, con la inestimable colaboración del partido del señor Iglesias. Podemos, que entregó el gobierno a Rajoy con su abstención en la Investidura -y que no ha aportado otra cosa en su corto recorrido que dividir a la izquierda- se ha aliado con el nacionalismo radical para utilizarlo como ariete contra «el régimen del 78», que no obstante utiliza para sus fines. Pronto será devorado también a este paso.

El secesionismo, por otra parte, está reactivando pulsiones equivalentes en Euskadi y en otros territorios. Como ayer se decía en el brillante artículo de Juan Ramón Gil, publicado en estas mismas páginas, Compromís, el conglomerado de partidos que componen esta formación, socios del Govern del Botànic, ha delatado sus dos almas, o más bien, ha mostrado la subordinación del partido de Mònica Oltra y sus partidarios de Iniciativa, a las pulsiones nacionalistas de gentes del BLOC, Acción Cultural o la Xarxa Pel Dret a Decidir del PV (capitaneados, nada menos, que por el presidente de les Corts Valencianes), las cuales proclaman consignas tales como «País Valencià, Països Catalans», o «dependencia o democracia», acusando al Gobierno de vulnerar la Constitución y de reprimir al «pueblo de Cataluña».

No vale la pena, a estas alturas, insistir en la cadena de errores y desencuentros que han desembocado en la actual situación. En 2010, muchos criticamos abiertamente el recurso que Mariano Rajoy presentó ante el TC sobre la reforma del Estatut que había sido previamente refrendado en Cataluña. El independentismo lo tomó como una afrenta, a la que se ha añadido, durante estos largos años, el irresponsable inmovilismo de Rajoy, más preocupado por conseguir réditos electorales en el resto de España, a costa de dejar que creciera el conflicto en Cataluña, que de encauzarlo constitucionalmente.

Pero todo ello no es excusa para amparar la enorme irresponsabilidad de los gobiernos de Artur Mas y de Puigdemont y sus aliados. El secesionismo, que estos personajes han alimentado tras una larga etapa de adoctrinamiento, falsedades y relatos fantásticos, ha desembocado en el secuestro de millones de ciudadanos y ciudadanas de Cataluña, cuyos derechos han pisoteado sin ningún rubor, en el secuestro a su vez del Parlament de Cataluña, prefigurando lo que sería un gobierno autoritario y antidemocrático, caso de prevalecer, y al caos jurídico, político y social al que están llevando a lo que llaman su «pueblo».

Salir del laberinto no suena a tarea fácil. Tras el 1-O, quienes apelan al necesario diálogo no van a encontrar fácilmente interlocutores solventes con los que poder dialogar, dada la implosión del sistema de partidos. En el mejor de los escenarios, unas elecciones en Cataluña podría abrir la puerta al ensanchamiento del espacio constitucional. Una operación necesaria, que pasa por una reafirmación sin fisuras de los presupuestos constitucionales y de la capacidad de la Constitución de ser reformada en un sentido federalizante que dé acomodo a la identidad de Cataluña y a su derecho al autogobierno. En mi modesta opinión, el partido socialista tiene que erigirse, una vez más, en el actor principal en la búsqueda de una solución y en un garante de primera magnitud para el progreso, la democracia y la estabilidad de España.