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Las victoriosas derrotas del soberanismo

Aquel "no soy partidario de hacer nada" en Cataluña antes del 1 de octubre con el que Rajoy cerró posición en agosto adquiere una dimensión inquietante desde la perspectiva del momento actual

El Gobierno lo tiene todo previsto salvo lo más previsible: la marea contestataria que se adueña de la calles en Cataluña. La falta de un discurso y una acción orientadas a contrarrestar la predecible respuesta multitudinaria, emocional y, por fortuna, pacífica a la firmeza judicial contra el referéndum es una imprevisión propia de alguien convencido de que para gobernar bastan el BOE, sus prolongaciones, y el largo brazo del Estado, para la ciudadanía una fría abstracción que cuando toma cuerpo suele ser armado. La invocación catilinaria de Sáenz de Santamaría ("hasta cuando abusará Puigdemont...") y el gusto verbal del portavoz Méndez de Vigo por el término "tumultuario" son dos muestras de la pobreza discursiva con que el Ejecutivo se enfrenta a un relato cargado de ruido, épica rebelde y una melancolía de la Transición impropia de los que abominan de ella, que ha conseguido enganchar no sólo al independentismo sino también de sectores catalanistas hasta ahora distantes del proceso soberanista, pero que se muestran incómodos con toda actuación gubernativa que pueda ser interpretada como un menoscabo de sus derechos o de su autonomía. Y el conflicto amenaza con tomar esa deriva.

Aquel "no soy partidario de hacer nada" en Cataluña antes del 1 de octubre con el que Rajoy cerró posición en agosto adquiere una dimensión inquietante desde la perspectiva del momento actual. El resultado de la distancia y ajenidad del presidente respecto al problema catalán lo desarma para contraprogramar la canción triste del secesionismo con algo que no sea un auto judicial. Habrá que ver, una vez superado el primero de octubre, si, como parece, esa limitación para abrir un horizonte político que desborde el previsible juego de Puigdemont y quienes lo sustentan lo incapacita también para gobernar España.

Rajoy parece ignorar que el soberanismo adora las victorias simbólicas, aunque tengan forma de derrotas. Olvida que el día grande en Cataluña es la conmemoración de una circunstancia, en 1714, en la que la historia no les fue propicia. Por ello a estas alturas resulta inútil esa insistencia del presidente en instar a que depongan las urnas, de las que quizá carezcan.

Votar es ya lo de menos. La propia Generalitat lo tiene asumido desde el momento mismo de la convocatoria y lo reitera cuando disuelve la Sindicatura Electoral, supuesta encargada de garantizar la limpieza del proceso, para eludir los 12.000 euros de sanción diarios del Tribunal Constitucional. Puigdemont, gobernante twitero en la línea que con tanta fecundidad explota Donald Trump, insiste en notificar enlaces de listas de colegios electorales que sabe de antemano que no se abrirán. Pero en situaciones de insurgencia los detalles nada importan.

El independentismo busca su victoria simbólica y no habrá ningún repliegue antes del domingo próximo, porque, desde la fe, siempre ganan e incluso los fracasos anticipados sirven para desplegar el catecismo y captar nueva feligresía.

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