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Juan R. Gil

Análisis

Juan R. Gil

¿Quién manda en Compromís?

El movimiento revolucionario que ha secuestrado la lengua y la cultura catalanas, no para lograr la independencia (ese es el medio o el señuelo, pero no el fin), sino para imponer una república de resabios totalitarios que principiarían, como no podía ser menos, con el control de los jueces y los periodistas (véanse las llamadas leyes de desconexión), ha provocado ya, obvio es decirlo, una fractura en Cataluña de muy difícil reparación, sea como sea que se solvente el conflicto que ahora mismo vivimos. Pero sus efectos telúricos se extienden al resto de España y la Comunidad Valenciana, por su estrecha relación con la catalana y por las cuestiones que a su vez tiene por resolver, será una de las más afectadas por lo que pase, da igual lo que esto sea.

Se ha visto ya esta semana, en la que por primera vez desde que en 2015 tomaron el poder poniendo fin a años de gobiernos del PP manchados por la corrupción sistematizada, el Consell salido del Pacto del Botánico, integrado por los socialistas y Compromís, no se ha comportado como un gobierno, sino como una adición de facciones. El PSOE, a pesar de la querencia nacionalista que le impone la tradición que viene del PSPV, ha mantenido aparentemente la sensatez a la que obliga estar al frente de una de las autonomías más importantes de España, aunque las tensiones entre quienes ponen el sentido de Estado por encima del de partido y los que colocan las identidades por encima de la razón, estén vivas internamente. Pero Compromís, sencillamente, se ha desbaratado, ofreciendo un espectáculo impropio de quien, mucho antes de que nacieran partidos como Podemos, ya se presentó como una fuerza política moderna y preocupada por la gente.

Nada de eso se ha visto esta semana, sino todo lo contrario. Compromís es una coalición, tan difícil de manejar como la nitroglicerina, cuyo punto de equilibrio (cada vez está más claro) ha sido precisamente la ocupación del poder, esa argamasa que todo parece pegarlo. Una coalición de partidos (Iniciativa, Bloc), pseudo partidos (Verds-Equo e incluso Estat Valencià) y movimientos inicialmente sin coordinación (los que se declaran independientes, ahora agrupados como Gent de Compromís), pero con dos almas fundamentales en permanente batalla: la izquierda que hasta aquí han representado figuras como Mónica Oltra, Manuel Alcaraz o Mireia Mollà, por citar solo a los más conocidos a nivel popular; y la nacionalista del Bloc, el partido más sólido y con más tradición dentro de Compromís, a su vez en constante lucha interna entre quienes tuvieron en su día como modelo a la CiU de Pujol ( Enric Morera, por ejemplo) y quienes más próximos han estado siempre a los postulados de ERC. Ese delicado juego de pesos y contrapesos al que me refería antes entre almas y corrientes dio señales ya de su fragilidad en las propias negociaciones para el reparto de consellerias con el PSOE, empezó a resquebrajarse cuando Oltra impuso el acuerdo con Podemos para las elecciones generales y, con la crisis catalana, amenaza ahora con desgarrar definitivamente las costuras. Las redes sociales y la inconsistente organización interna, que tan bien le habían venido para dar el salto de la oposición al gobierno, del partido de las camisetas al del DOGV, se convierten ahora en su mayor talón de Aquiles. ¿Quién manda hoy en Compromís? Un poco, muchos; es decir, nadie.

El liderazgo de Oltra viene siendo puesto en cuestión desde hace tiempo. La alianza con Podemos, tras los magros resultados obtenidos en las convocatorias electorales y el (mal)trato dispensado luego a Compromís por Pablo Iglesias, la dejó tocada. El error de asumir personalmente, a pesar de acumular ya la vicepresidencia del Consell y la portavocía del mismo, el área que antiguamente se conocía como servicios sociales, donde los problemas superan con mucho la financiación disponible para afrontarlos en una sola legislatura, pero donde también la propia Oltra ha sido incapaz de construir un buen aparato técnico-administrativo que le permitiera gestionar razonablemente cuestiones tan sensibles; esa equivocación, digo, la está pagando cara. Porque el listón de las promesas se había puesto muy alto y su cumplimiento o no en muchas ocasiones es, literalmente, cuestión de vida o muerte. Por lo menos, de vida digna o muerte digna. Fallar ahí es fallar en lo esencial y Oltra se expuso demasiado al asumir esas competencias.

En tanto en cuanto la presencia pública de Oltra -que últimamente encadena etapas de mucha visibilidad con otras en las parece esconderse atemorizada- se ha ido resintiendo, la preponderancia del Bloc, es decir, del alma puramente nacionalista, ha ido agigantándose en la imagen que la coalición traslada como actor político. La pregunta es cuántos de los votantes de Compromís en las elecciones de 2015 escogieron su papeleta porque querían llevar al Gobierno a una fuerza nacionalista y cuántos lo hicieron pensando que lo que votaban era una izquierda renovada, la izquierda del siglo XXI. Si los segundos, como todo indica, fueron más que los primeros, Compromís, mediada la legislatura, tiene un grave problema: el que va de la ilusión a la decepción.

Decía que esta última semana ha sido clave para poner de relieve todas esas contradicciones. De repente, un tuit de Morera a raíz de las detenciones practicadas por orden judicial en Barcelona, le pegó fuego al chiringuito. Todo un presidente de un Parlamento, segunda autoridad estatutaria de esta comunidad, acusando al Estado de represor, no sé si al nivel de Tiananmen o al de Franco. Y a partir de ahí, el desbordamiento. Oltra desconcertada, sin saber si tenía que salir a parar la estampida o a encabezarla, y el resto de cargos públicos sin criterio bajo el que actuar y cada vez más presionados desde las redes sociales por todos aquellos que, haciendo gala de un infantilismo atroz, todavía creen que una dictadura no se define por sus actos sino por la lengua en que los comete. Los tuits se borraron -otro error de la nueva política, el de creer que pueden borrarse-; Oltra y Baldoví, el portavoz en el Congreso al que algunos en el Bloc querrían ver de candidato a la presidencia de la Generalitat en las próximas elecciones autonómicas, sacaron un comunicado conjunto en el que la palabra represión, referida a la actuación del Estado en defensa de la legalidad seguía presente, aunque el tono se había rebajado mucho y, finalmente, la propia Oltra en solitario dio un paso más en esa marcha atrás y pidió, en un alarde de sentido común que, sin embargo, no hizo más que incrementar la sensación de que Compromís no tiene norte ni liderazgo, que Puigdemont desconvoque el referéndum y Rajoy se siente a negociar una salida. A buenas horas.

Alguien podría pensar que todo este lío beneficia al PSOE. No es así. A quien le renta es al PP, que día tras día logra que el Consell todo, por obra de Compromís, aparezca como aliado en la sombra de los secesionistas catalanes. Da igual si es falso: como escribía aquí la pasada semana lo que importa hoy en política es la capacidad de imponer un discurso. Y eso, a pesar de la gravísima incompetencia demostrada por Rajoy en este desafío, lo está logrando con mucha mayor efectividad el partido de Isabel Bonig que los que están en el Consell.

Compromís tiene por delante un proceso de reorganización en el que ni siquiera es descartable la ruptura (el Bloc se siente suficientemente fuerte como para presentarse en solitario a las elecciones, aunque el porcentaje mínimo de votos no se rebajase del 5 al 3%, como se prometió). Pero el problema no son ellos sino la Comunidad. Porque no solo atravesamos tiempos convulsos: lo que viene es una nueva configuración del Estado en cuyo diseño los valencianos no podemos quedarnos al margen porque tengamos un gobierno desestabilizado y una sociedad fragmentada. Seguro que pedir responsabilidad suena viejo, pero si es solo por eso no me importa ponérselo en un tuit.

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