Si consiguiéramos que los fenómenos climáticos extremos produjeran desastres moderados le iría muy bien a la economía. Cuanto más rico es el país por el que pasa el vendaval, más beneficios producen las pérdidas. Cuanto más pobre es el país, peor: de donde no hay, no se puede sacar. Lo dicen los expertos.

Los expertos te abren la visión hasta que ves con otros ojos los de los huracanes «Irma» y «Harvey». Hasta ahora parecían ojos del culo de los que sólo cabía esperar lo que cabe esperar de los ojos del culo. Ahora deslumbra en ellos un brillo que recuerda cuando a Tío Gilito la pupila se le hacía dólar ante la oportunidad de negocio.

Sabíamos lo creativas que son las guerras -en las que vacías el armario del armamento y, si ganas, te conviertes en el contratista encargado de construir lo que has destruido- y empezamos a ver lo constructivos que son los huracanes. La desgracia tiene su gracia. En la desolación no hay que ver un acabóse sino un nuevo comienzo.

Mejor si eres constructor que si eres asegurador pero si estás en los dos negocios te acaban saliendo a cuenta. En negocios, lo recomendable es estar en la destrucción y en la construcción, en las actividades humanas que causan el cambio climático y en la gestión de la lucha contra sus efectos. Por la publicidad sabemos que no hay nada más verde que una empresa contaminante ni más sano que la comida basura ni más saludable que un uso sereno del alcohol.

Los efectos de un cambio climático de la opinión humana podrían hacer que las empresas no se beneficiaran de los efectos de las catástrofes después de que les haya beneficiado causarlas pero no hay economista de prestigio que quiera mirar al ojo de ese huracán.